I
Este vicio de leer salteado.
Lejos del modelo ideal de Macedonio. Tan solo mi modo, el dejarme llevar por donde las diversas escrituras me van conduciendo, coexistiendo, por otro lado, con un modo prolijo, un recorrido respetando fechas y publicaciones casi obsesivo cuando descubro un autor que me interesa.
En ese vaivén, entre el salto y la permanencia, es que leo.
Y descubro, voy descubriendo a mis tiempos, alejada de lo que se está leyendo en el momento, hurgando en las estanterías de las bibliotecas que me proveen las lecturas por las que transito.
Así llego a Elvira Orphée.
Creo que vale la pena, como un modo de ejemplificar y así advertir, también, mi propio recorrido, meu percuso, por momentos tan impredecible. Lo cuento:
Debía hacer una pausa con Beatriz Guido ya que me quedé sin material para proseguir. Navegando por la red, me entretuve con algunas entrevistas, muchas notas y hasta varios “chismes” sobre la escritora. No sé cómo llegué a José Donoso. Pero siendo, como es, uno de mis escritores favoritos, no dudé en zambullirme en este trabajo que el escritor chileno publica en 1972: Historia personal del “boom”, del cual leo solo los dos primeros capítulos (lectora salteada, guardo para después el resto del libro en mi carpeta de lecturas pendientes). El acto que refleja el verbo zambullir –reparo en ello ahora al regresar con mis ojos a la línea y poder continuar– ha sido inconsciente. Culpa del mar, cálido, atrapante. Así me ocurre con Donoso, así me ocurrió siempre. Leerlo con placer, como la inmersión en el mar de Imbassaí y una vez dentro de él, no querer salir.
Donoso relata hechos que tienen mucho de autobiografía y de la realidad literaria de Chile en los sesenta, pero también aporta una mirada crítica sobre la producción latinoamericana con el acento puesto en “–quiero recalcar el hecho de que estoy hablando de lo específicamente literario, no del número de ejemplares vendidos…”(p.9).[1]
No lo leí por completo, ya lo dije, porque dos autores y una anécdota, citados en el texto, detuvieron la llegada al punto final del texto.
La anécdota refiere a Beatriz Guido y un comentario en relación con Coronación (Donoso– 1957) que culminó en una urgente zambullida (ella también lo ha hecho) en una piscina de Buenos Aires. Después “sería mi gran amiga”, señala Donoso, pero el cuento me resultó divertido en relación a la autora que iba siguiendo. La estadía de Donoso en nuestro país le permite no solo leer a Borges y entablar relación con escritores de Buenos Aires, como Pepe Bianco, por ejemplo, sino también superar la limitación literaria de su propio país. Así aparecen Norah Lange, Sara Gallardo, David Viñas, entre muchos otros, la lista es extensa y denota también la importancia cultural de nuestro país para la región. Mis ojos se detuvieron en dos escritores citados por Donoso: Italo Calvino y Elvira Orphée “que, inconcebible y mágicamente, era amiga personal de Italo Calvino y de Elsa Morante, dos escritores que yo admiraba”. (p.32).
Ya venía leyendo a Calvino. Había comenzado La gran bonanza de las Antilla –no recuerdo porqué, tal vez escribí sobre ello en otra crónica- y mientras aún leía La trampa en la mano de Guido. Fui alternando los cuentos de uno y otro, encontrando a veces, algunas correspondencias, descubriendo además qué prefería la Guido cuentista a la de las novelas, y que Calvino como se dice ahora “es lo más”.
Pero ¿Elvira Orphée? ¿Por qué me detuve en ella?
Busqué su primera novela Dos veranos, publicada en 1956. También descubro que pronto, el 26 de abril (hoy es 13) se cumplirán cinco años de su fallecimiento; tenía 95 años y, de inmediato, esa cifra me condujo a Noé, a Margó, era inevitable. Orphée nació en Tucumán, pero estudió en Buenos Aires. Casada con Miguel Ocampo, madre de tres hijas, se muda a Roma cuando su marido es designado embajador diplomático en la capital italiana y allí establece el vínculo con los escritores italianos que cita Donoso (a la lista hay que agregar a Alberto Moravia).
Solo un acercamiento, que emprendo luego de cerrar el libro, que no abandoné hasta llegar al fin de la novela.
“Leer de una sentada” diría una lectora salteada.
Solo migrar el cuerpo, que reclama cada tanto un cambio, pero sostener el esfuerzo de los ojos aferrados a las líneas y sin soltarlas.
II
La escritura sí tiene pausas. La necesaria para conjugar el verbo tan presente en estas páginas. Zambullirme en el mar y que sea él quien me dicte lo porvenir. Pensar en lo leído, rescatar las sensaciones, dejarlas madurar al borde de la espuma, contemplarlas, regresar.
No sabía cuando ingresé a Dos veranos de qué trataba. El libro, que obtengo en el sitio SCRIBD, forma parte dela colección de la Serie Ficción Narradoras Argentinas[2], a cargo de la editorial EDUVIM (Editorial Universitaria de Villa María). Coincide mi lectura con una publicación que hace unos días realizara, creo, Eterna Cadencia sobre el mismo y sobre la autora.
Leo también un buen trabajo de acercamiento a Orphée, realizado por Soledad Martínez Zuccardi “El regreso de Elvira Orphée” [3] donde encuentro que ella alguna vez expresó:
Poco preocupada por agradar, Orphée no vacilaba en declarar que Beatriz Guido “era estúpida” o que no podía tolerar “esa literatura de hombres que se limita a charlas políticas en los cafés”. Admiraba, en cambio, a Juan Rulfo, leía a Colette, a Rilke, a Elsa Morante, a “los escritores de antes” como Tolstoi y Dostoievski, a los japoneses Mishima, Dazai, Tanizaki, Akutagawa, “que hipnotizan con su doble aspecto sagrado y maligno”. Además le gustaban Olga Orozco, Juan José Saer, Héctor Tizón. Tampoco ocultaba su rechazo por Tucumán, con frases tan fuertes como “El día que me fui de Tucumán fue el más feliz de mi vida” o “En Tucumán no hubiera escrito ni mi nombre”.
Cuando encuentro este trabajo, cuando incursiono en la red procurando saber más de Orphée, ya he finalizado Dos veranos. Por lo tanto, agrego la información sin que me perturbe o me ponga en preaviso de algo. Zuccardi me desasna sobre su trayectoria, pero ya la he leído, y eso ha sido lo más importante.
Si tuviera que encontrar una sola palabra que resuma mi vivencia de lectura, ésta sería: calesita.
De pronto me encontré en el medio de un carrousel, apoyada mi espalda en el eje central, y los personajes comenzaban a girar delante de mis ojos, con lentitud en el inicio, con el vértigo del disfute, luego, sostenido hasta el final evocando así esa sensación olvidada de la infancia: el hormigueo en el estómago y en los pies al tocar otra vez el suelo; el deseo que el mundo no deje de girar, la osadía sobre algún caballo o, más valiente aún, aferrada a uno de los barrotes de bronce, próxima al abismo que proporcionaba la velocidad. El éxito al alcance de una argolla entre las manos.
Así fue esta lectura.
Orphée arranca despacio.
La primera voz que se escucha es la de Sixto Riera. “En las primeras siete u ocho páginas del libro está ya Sixto Riera completo”, escribe Rosa Chacel en el prólogo al texto “Un libro ciertamente nuevo”.
Chacel usa otra palabra, que tomo prestada para escribir esta crónica: “eje”, que tanto coincide con mi metáfora de calesita. Porque hay un eje en la historia y es Sixto Riera, el indiecito huérfano de padres, alojado en una casa de “ricos”: Don Joaquín Palau y sus hijos, trabajando y cuidando a la joven mujer enferma, esposa y madre de esos niños.
Riera también es un niño en el inicio, en la segunda parte, un joven, que busca lo que le fue arrebatado desde siempre: poder ser feliz: “Pero por una maligna prestidigitación, en cuanto él empieza a formar parte del decorado que destila felicidad, la felicidad se evapora” (p. 33), y más adelante la conciencia de lo arrebatado “…algo muy parecido a lo que debe ser la felicidad: gobernar, obligar, demandar”. (p.49)
Alrededor del indiecito, retratado con soltura por Orphée, giran los demás personajes. Lo admirable es la estructura que construye Orphée, ya que sin aviso, ni señal que indique el paso, algunos de los otros personajes toman la primera voz, develando sus sentimientos, y pesares. Como en el carrousel, alguno de ellos, cobra protagonismo ante mis ojos, dimensionándose, ocupando todo el espacio de la línea. Para lograrlo, Orphée otorga a cada voz su particularidad: la de la provincia, la del indio Riera, la de la familia acomodada, sin disonancias ni imposturas. Pasar de una voz a otra fue con naturalidad, como si realmente las escuchara y ellas hablaran.
El libro se huele, se oye, se siente.
Como sucedió con Sara Gallardo en Los galgos, los galgos, empapada de horizonte de mar, sucumbí ante el de la montaña. Percibí los colores, la sequedad y también la miseria.
No me encontré frente a una pintura realista en Orphée –no está, creo en su intención por más que hay denuncia–, sino la exposición sin fisuras de lo que rodea a Sixto Riera. Su realidad me circunda mientras leo porque no hay otro modo de escucharlo a él sin ella.
Seguiré leyéndola y seguramente irán apareciendo las otras asociaciones que me provocó la lectura, Faulkner, por ejemplo, y muchas otras cuestiones que Orphée explora con detención.
Festejo el re lanzamiento de este libro. Sale al rescate de tantas escritoras argentinas olvidadas, como las que estoy leyendo, actuales, distintivas, como señalé alguna vez, perdurables.
[1] Donoso, José, Historia personal del “boom”, Ed. Andrés Belllo, Chile: 1987. Leído en plataforma SCRIBD.
[2] Orpehée Elvira. Dos veranos. Ed. Eduvim, Villa María: 2012.
[3] “El regreso de Elvira Orphée”, S.Martínez Zuccardi, https://www.bn.gob.ar/resources/files/Elvira%20Orph%C3%A9e.pdf