Era necesaria la tormenta. La reclamaban las plantas del jardín y los pájaros que me despertaban por la mañana. Hasta el mar, chato, calmo, melancólico, parecía extrañarla. Y cuando llegó, lo hizo con fuerza, levantando las hojas de la aroeira, despeinando las palmeras hasta casi tumbarlas en una reverencia de cocos verdes y maduros prontos a caer.
Era necesaria la tormenta. Para cumplir con el infinito devenir de los ciclos vitales. El agua derramándose casi con furia, liberada del cielo y los días de sol y luna llena. El agua desatando su energía, borrando los límites entre el río y la playa en un horizonte gris.
Era necesaria.
Lo fue para detener el andar del cuerpo y dejar que sean las manos –más precisamente los dedos, ya que las palmas se aferran a la superficie del teclado como náufragas a la deriva; y más precisamente de las yemas que ejecutan el golpe sobre la letra– las que acorraladas en el ardor del pensamiento se dispongan a la escritura.
Un impulso que se fue demorando, como la lluvia retrasada, haciéndose desear, anhelante, desde las primeras líneas de Hipersueño, de Hélène Cixous:
El jueves era el primer día del mes de muerto de mi muerdo mi padre el muerto, mi muerto primero mi primera muerte… (p.11)[1]
El párrafo continúa, pero los pies ya lo habían abandonado, llevándome a la vereda que me conducía al sanatorio donde desde hacía varios días estaba internado mi papá. Con ansiedad, tristeza, impotencia, recuerdo haber apurado los pasos hasta el encuentro de mi hermano que me esperaba en la puerta. Sin palabras, creo evocar luego algún gesto de su brazo como tendiéndose hacía mí, intentando acortar el impulso del abrazo. En silencio, comprendiendo lo irreparable, atesorando desde ese instante la imagen de “este muerto, … esta muerte que no envejece”.
Desde ese segundo, desde esa certeza, mi padre había quedado fijado en una memoria que me era ajena, una fabricada por los recuerdos de él que me acercarían sus últimas fotografías.
Hoy superándolo en años, habiéndole ganado a la vida un tiempo más de lo que a él se le permitió, las imágenes que nos enviamos para su aniversario remiten a esas fotografías, las últimas. Sobre todo, una que lo captura girando la cabeza con una sonrisa espléndida.
Detengo la escritura.
La tormenta inunda la ventana de mi casa.
La otra, sin embargo, ha cedido lo suficiente para permitir que me levante ¿liberada? A buscar no sé qué cosa, sabiendo de antemano que es una pausa necesaria pero que debo regresar y continuar la conversación de Cixous. Y es “de” y no “con”, porque en la lectura me he sumado al diálogo íntimo, personal, amoroso que ella establece consigo misma y al que me ha invitado desde el inicio confiándome su “mi muerto” y en el “Tomen nota”, de cada gesto diario que lleva a cabo con su madre.
“Tomen nota”, me dice, de su piel envejecida, de los agujeros a los que se asoma con ojos aterrados y tristes… “que yo siga viviendo sobre la espalda de mi madre ha tomado más de un sentido durante estos últimos años”.
Y en el mientras tanto, me transmite, buscar el refugio: en los papeles que se desordenan en el piso de arriba, en las esporádicas salidas para compartir el presente con su hermano querido, en el recuerdo constante del amado ausente.
El refugio como la Torre de Montaigne, una obsesión por su desaparición que la devela desde el instante en que así lo hicieron las levantadas en el otro continente:
Ella ya está ahí, redonda, deliciosa apetecible, eterna, colmada de gente y de libros y ya no está allí. El avión se la tragará de un bocado. (p.27)
Cada mañana, por lo tanto, me cuenta, regresa de ese sueño para enfrentarse a “Seré esta piel mañana” de su madre; cada mañana, por lo tanto, se agacha frente su espalda, frente a sus brazos y piernas lacerados para untar el desasosiego de la vejez, pero, sobre todo, aquel que le ha provocado, y en especial, aquella otra pérdida, la “interrupción terrestre” de Jacques Derrida, su amigo.
Mis pies regresaron, evoco ahora, en ese instante y otra vez, a la vereda que me conducía al sanatorio y a los ojos de mi hermano aguardándome; y al recuerdo de haberme detenido unos metros antes para buscar uno de los árboles de la cuadra y sostener en él la primera orfandad.
Ya no sería posible, me acuerdo pensé.
No había sido posible la despedida (por eso, tal vez, fue que imploré, deseé y obré para estar en la de mi madre), lo–no–dicho y el por–decir se evaporaban como el rocío de la noche, real e imperceptible al mismo tiempo.
Ya no sería posible, me acuerdo pensé compartiendo la desazón que me trasmitía el silencio del teléfono un 15 de julio.
De más está decir que amé este libro de Cixious, no solo por haberme habilitado la existencia o posibilidad de “los permisos”, sino también por haber acercado a mi mesa de trabajo a Derrida, en especial Fichus, que ya he comenzado a leer. También a la grandiosa Daphne de Maurier (que me encadenó sin remedio a Rebecca, Los lentes azules, El chivo expiatorio…, ya llegarán las crónicas sobre su escritura) y a Kafka con América, sin olvidar a Proust o a Stendhal, que provocaban interrumpir las líneas para ahondar en esos vínculos.
Una lectura que me condujo tanto a la cima de La Torre como a la famosa duna más alta de Europa “La Duna Pilat”, desde donde se puede contemplar el mar. Y percibir la alegría que me produce, como me ha ocurrido con Padura, la infinita complicidad de la mirada. Y por supuesto, el “somier de Benjamin”:
Ser la descendiente indirecta de Benjamin por intermedio de su somier bien mirado es para alguien como yo una suerte extraordinaria (p.72)
En el final del libro, encuentro las notas de Alicia Dujovne Ortiz sobre la traducción que ha realizado del texto. Son apenas cuatro carillas escritas casi con humildad, desde la admiración y el respeto a su par francesa. Dujovne Ortiz pone el acento sobre “la ausencia de toda norma” gramática en Cixous, señalando:
Cixous se inventa la puntuación y la sintaxis adecuadas a una escritura que fluye en oleadas sucesivas y avanza en círculos. Una vez comprendido esto, es como si alzar la barrera de la gramática “normal” nos permitiera entrar en la cabeza de la mujer que escribe”. (p.171)
La cito porque me resultó una síntesis perfecta, permitiéndome reconocer la primera reacción frente al lecto: su lectura al inicio no es sencilla (como ocurre con la narrativa de Clarice Lispector), pero luego, algo sucede de modo natural, sin esfuerzo; como si de pronto me convirtiera en una tabula rasa sobre la que Cixous escribe sin prisa ni impaciencia con letra cierta.
La otra mirada de Dujovne está puesta sobre la pérdida y los “permisos” y ese “dejarnos circular con libertad por el interior de sus emociones y de sus pensamientos”.
No me provoca pudor confesar que he googleado a Cixous en la red con la ilusión de encontrar un sitio al que alguna vez poder escribirle. Como Dujovne, me inclino ante su “inteligencia superior” que llega a mí yo lectora, con tanta suavidad y dulzura que solo provoca querer seguir leyéndola. Su inteligencia proviene desde la profundidad escondida que generosamente ella devela sin pontificar, con el “pensamiento que renguea” y desde la incertidumbre para entender.
Finalizando la primera parte del libro (se divide en tres), la emoción, aquella que me había conducido por la vereda del sanatorio, provocó la llegada del poema –la escritura del “brote”, como ha escrito Noé Jitrik–. Cierro esta crónica con esos versos:
Antes del fin
a H.C, un 15 de julio
Hubo un antes
ella escribe
en la línea
que se traza
entre los límites.
Hubo un antes
desde donde
evocar
lo que,
luego,
será pérdida.
Desde la pérdida
supe decirle
al oír
seré esta piel mañana
de su insistencia
las voces
conjurando
un tiempo previo
ese antes
indefinido
frente a la certeza
irreparable
¿quién puede mirarla de frente?
de la muerte.
[1] Cixous Hélène, Hipersueño, InterZona editora, Buenos Aires: 2021