VIOLETTE LEDUC – La bastarda

“Un desierto que monologa”[1]

Sobre La Bastarda, de Violette Leduc

 

…Y creí que escribía sin lápiz ni papel porque escuchaba, porque retenía la caricia, el matiz, el romance del viento entre las hojas.

 

Voy promediando La Bastarda –la novela que la escritora francesa Violette Leduc publica en 1964– y me detengo a mitad de camino para escribir. Fui posponiendo esta necesidad de sentarme a conversar, conteniendo la tensión entre mis manos y la lectura, impulso que se iba derramando no obstante por las marcas y notas al costado de la hoja, hasta que la llegada de La asfixia, su primera novela de 1946, me urgió a sentarme frente a la hoja en blanco de la computadora para comenzar a dar cuenta de tantas primeras y siguientes impresiones.

Porque La asfixia, que logro comprar por Mercado Libre en una edición de Sudamericana (por supuesto usada, atesorada en alguna biblioteca, quizás por años y años, hasta que una mudanza o el desamparo, ese que le continúa a la muerte, le otorgó su peso de objeto guardado en una caja) bendecida por un privilegio kármico, cruzado en su destino de hoguera y la preservó hasta el tiempo de llegar a mis manos; a este presente, el mío, en el que, y como en los cuentos de hadas, abandona ¿para siempre? la oscuridad de calabaza, el ostracismo obligado que la hizo convivir contra su voluntad con el Manual de Derecho Romano, de Argüello o la Historia del Arte Argentino de José León Pagano.

Festejo su llegada como lo hice en su momento con la edición de Antes que mueran, de Norah Lange, que se ofrendó con sus hojas en intonso. Releo mi escritura en la portada de ese libro para repetir un momento: “Casi con temblor escribo estas líneas sobre el libro que me acaba de llegar y que, tan solo por su exterior, me ha emocionado, 2/9/21”.

Hoy La asfixia me mira del mismo modo desde su tapa y, además, interpelándome.

Porque no puedo precisar si es ese diseño, que se ha repetido en todas las búsquedas del título en la red, lo que provoca un déjà vu, o si es la impresión de haber visto antes esta imagen: una figura de mujer, solo su cabeza y torso, vestida de época; un dibujo sencillo trazado a lápiz, más parecido a un croquis de modisto y por detrás otra figura de cuerpo entero similar. No se señala quién lo realizó.

Aventuro que lo que me atrae de la tapa que repito, o insisto, es bastante sencilla y hasta podría pasar inadvertida, es la provocación hacia mis pensamientos.

¿Qué es lo que veo en esa mujer de ojos apenas delineados que me mira, ojos ocultos bajo el trazo de sombra que ha creado el lápiz?

¿Veo tal vez a la mujer que estoy leyendo y a la que arribo como hipnotizada, atravesando primero otras voces de su misma lengua? ¿Una mujer por la que me he sentido atraída desde que inicié el recorrido con de Viggan?

Y así como de de Viggan he pasado a Annie Ernaux, quien la nombra (no recuerdo si también de Viggan) y pone de manifiesto para los lectores su admiración por la escritora también francesa –así como lo hace con Simone de Beauvoir o Rosa Lehmond–.

Por Ernaux ingreso en el universo de Leduc y me deslumbro.

Violette Leduc. Nacida en Arras, Francia, en 1907, fallecida en Faucon en 1972. Escritora que escribe “obsesionada por sí misma”, “casi todas sus obras son más o menos autobiográficas…” como escribe de Beauvoir en el prólogo de La bastarda[2], la novela por la que ingreso a Leduc. La puerta mágica. Un horizonte de más de 600 páginas por las que transito con bastante, no siempre, pero bastante dificultad. Lectura que me hunde en el más inesperado de los mundos. Lectura que inicio con inocencia, cuando aún no sabía nada de la autora francesa, por más que el excelente prólogo de Beauvoir me da algunas pistas.

La bastarda “un autorretrato sincero y desgarrador de una autora que busca sobrevivir a la fealdad y la culpa que la persigue desde su nacimiento”, señala Laura de Grado Alonso en una nota para efeminista[3].

“La escritora olvidada”, como titulan o refieren casi todas las reseñas, agregándole además los adjetivos que ella misma, Leduc, ha promocionado hasta el extremo: “fea, bastarda y extrema”.

Porque no se puede pensar el personaje Leduc sin la misma Leduc encarnándolo.

Me atrae. Me atrae irremediablemente.

Me atrae su escritura que raya con lo poético: “La caricia es al estremecimiento lo que el crepúsculo al relámpago” (p.114) junto con el erotismo:

Se estaba atando el pelo; su codo en movimiento me abanicaba el rostro. La mano se asentó sobre mi cuello: un sol de invierno me blanqueó el cabello. La mano descendía siguiendo las venas. La mano se detuvo. El pulso me latía contra el monte de Venus de la mano de Isabelle. La mano volvió a subir; esbozaba círculos, desbordaba en el vacío, ensanchaba las ondas de dulzura alrededor de mi hombro izquierdo, mientras mi hombro derecho permanecía abandonado en la noche que rayaba la respiración de las alumnas. Yo aprehendía el terciopelo en mis huesos, el aura en mi carne, el infinito en mis formas. La mano se arrastraba llevando señales de humo. Cuando nos acarician la espalda, el cielo mendiga; el cielo mendigaba.

 

 

La vida de Leduc marcada por el abandono, que se lee en la primera línea de la novela inicial, esa que aún no leí, pero que se cita una y otra vez para reseñar a la autora: “Mi madre no me ha dado nunca la mano…”. (La asfixia).

Un estigma, casi una maldición, que pesa sobre sus hombros desde que nació. Ser bastarda, vivir con la culpa (impuesta y pronunciada) de ser una bastarda. Entonces escribe:

A través de las ideas machacadas por su madre, se conoció desde el principio como un sexo maldito amenazado por los machos. (p. 15)

La niña, la adolescente, la mujer.

La recorro en cada etapa con asombro. Soy depositaria de su testimonio, y leo conmovida por su bella escritura. Mi piel se ruboriza y se enciende con sus descripciones lésbicas, con su amor por los dos hombres (ambos masoquistas y homosexuales) que la atraen tanto como la rechazan; recibo en mi carne las penurias de la Segunda Guerra que asola a Francia,  transito con mis pies los senderos pueblerinos donde se refugia para escapar del París que solo la confronta con la soledad; recorro las hojas desparramadas de su primera escritura que se conjuga con los malabarismos para subsistir; asisto a esa escritura que surge lentamente, liberándola de todo lo demás: el abandono, la fealdad, los maltratos.

Una escritura que como señalé es compleja, lo es porque Leduc no se mide, no se esconde en una construcción ni persigue una estética literaria. Ella solo escribe con el genio de quien ha sido tocado con la varita del buen escribir. Sus extensos párrafos, por momentos, son extenuantes, su escritura por momentos es asfixiante. Sin embargo, al llegar al punto final, después de haber ascendido trabajosamente por las líneas que dictaron su pensamiento se llega a una cima esplendorosa desde la que todo cobra un sentido inexplicable.

A su relato llegan muchos nombres, como Maurice Sachs, Simone de Beauvoir, Albert Camus, André Gidé, Jean-Paul Sartre, entre muchos otros que la rodean, la protegen o no, la acompañan o abandonan, la nutren o desamparan; aparecen figuras del París de su época: modistos, actrices, cantantes…, todos esos nombres detenían mi lectura, me impulsaban a la investigación para constatar su veracidad e importancia. Todos esos nombres me trasladaban a una belle apoqué, a la que soy propensa a evocar con una mirada cargada de melancolía, como me sucedió con el entorno que rodeaba a Girondo y Norah Lange, como me sucede al pensar en los círculos de amistad de Silvina y Bioy. Una melancolía que debe tener que ver con mi propia memoria, no puedo evitarlo.

¡La música! No es posible seguir las líneas del relato sin tentarse también de escuchar a quienes ella escucha: Schuman, a Stravisnky, Chopin; como también a ciertos exponentes del jazz (para mí desconocidos) de ese ayer: Cab Calloway o Michel Warlop.

Su amistad con Sachs y de Beauvoir le permitieron tomar el impulso para escribir. El primero en una relación tormentosa, pero al fin de cuentas, fructífera para Leduc. Como señala de Beauvoir, esa experiencia de escritura “la salvó”. Hay que leer el prólogo escrito por su par francesa. Es casi imprescindible para conocer más sobre Leduc y entender que:

La riqueza de sus relatos le debe más a la brillante intensidad de sus memorias que a las circunstancias: ella siempre está allí, en su totalidad, a través del espesor de los años. (p.12)

 

Leduc interpela al lector. Lo hace directamente, en la pausa de su propia respiración, cuando recuerda de pronto que allí, y en zozobra, estamos los de este otro lado. Entonces nos dice “Lector, lector mío…” o “…, perdón, lector, me interrumpo”. No sé si era necesario, me daban ganas de responderle ya totalmente subyugada a sus pies.

¿Es más valiente Leduc que Ernaux al invitarme a la escritura de su intimidad?

¿Por qué siento que, y a medida que voy avanzando de una a otra –de Viggan, Ernaux-Leduc– la tinta dibuja un diseño cada vez más perfecto?

¿Será eso lo que me transmitió la tapa del libro, ese que aún no leí, comentado en el inicio de esta crónica?

Sin dudas, Leduc se anticipa. Ella escribe sobre lo que escribirán las que vendrán luego.

Y, sin embargo, una vez fallecida, luego de once novelas publicadas, luego de un éxito editorial, fue olvidada.

Seguiré leyéndola, pero no porque busque rescatarla. No está en mí semejante propósito. Ya con su prólogo, de Beauvoir ha dicho bastante.

La seguiré leyendo porque mi escritura se ha identificado con la suya en más de una vez. Cuando, por ejemplo, y refiriéndose a su madre dice: «Me miraba con tanta intensidad durante su exposición que me preguntaba a mí misma si yo era o no un hombre». (p.52)

Lo que me recordó mi propia escritura del cuento Marita: «Y tanto lo repetía, eso de la sombra, mirándome directo a los ojos, que a veces me preguntaba si yo era parte de su cono de oscuridad.[4]

La seguiré leyendo porque leer a Leduc es conectarme con mi deseo. Y ese deseo se traslada, sin dudas, a mi escritura que espera perder cobardía y liberarse del ritmo de respiración controlada.

Seguiré leyéndola, afirmo, y las palabras tecleadas cobran fuerza al titilar en la pantalla.

 

 

[1] Expresión escrita por Violette Leduc a Simone de Beauvoir.

[2] Leduc Violette, La bastarda, Capitán Swing Libros, S.L, Madrid: 2020, Ed. Ebook, abril 2020, sitio SCRIBD

[3] https://efeminista.com/la-bastarda-violette-leduc-simone-de-beauvoir/

[4]En “Marita”, cuento en Ella y la otra, de mi autoría, inédito.

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