Ayer iba a escribir, pero solo alcancé a tomar la foto.
No pude hacer otra cosa, vencida por el estado de ánimo de un contexto en el que debemos cuidarnos porque pronto viajamos a Brasil, porque surgen complicaciones, porque… el preocuparse es una pésima ocupación que no deja espacio para más nada.
Pero hoy la imagen devela otro sentimiento, más escondido o bloqueado ayer por la mente traicionera.
Primero confieso que el tucán azul, de pico y patas rojas, me acompaña hace muchos años. Lo compré en un vivero en Auckland. Recuerdo con exactitud esos días: la sonrisa de Angie, la hospitalidad de Graham, la libertad adquirida, el disfrute sin medida.
Hoy, el tucán mira en dirección al río y a la salida del sol. Aguanta tormentas, vientos fuertes y algún que otro granizo. Se afirma en la tierra con seguridad, como un barco acostumbrado a surfear las olas de un mar embravecido y, al mismo tiempo, derrocha dulzura, casi como la caricia que llega de la mano de un niño.
Ayer hubiera podido escribir sobre eso, pero él sabe comprender, imagino.