Una nueva confabulación
En 2009, Roberto Ferro publica De la literatura y los restos (1ª ed. Bs.As.:Liber,2009). Unos años más tarde, en la Petit Colón, de Libertad y Lavalle, en Buenos Aires, Miguel Vieytes se encuentra con su amigo Jorge Cáceres. Sobre la mesa del bar, además de las dos tazas de café, se alcanzan a distinguir, a través de la ventana, dos sobres de papel madera y una libreta negra ajustada por una liga elástica roja.
Como me contará luego María Laura Ochiro, testigo involuntaria de esa cita, los sobres resguardaban unos libros –uno era para mí, me confesará con cierta timidez– y la libreta contenía todas las notas, como un “cuaderno de bitácora”, que fue tomando Cáceres cuando se embarcó en la búsqueda de la pintura de Caravaggio.
Sin embargo, había algo más en esa mesa, dice por fin María Laura. A un costado y bajo un abrigo se ocultaba un libro de Roberto Ferro.
Esa tarde Vieytes se lo prestaría a Cáceres con la condición de la devolución: “en un mes, un año, no importaba, será una buena excusa para volver a vernos”, le había dicho.
Fue así que cuando Cáceres se despidió de su amigo —sin saber que ese hasta pronto sería el último y definitivo entre ellos— y se llevó bajo el brazo el libro prestado, que no leyó hasta que llegó a Florencia, en Italia. Es más, aun allí, el reencuentro con Melissa, fiel al tacto y a los roces que había guardado su memoria, no le dio tregua para ocuparse de ese texto. Cáceres respetaba a Roberto Ferro, sabía que había sido en gran parte responsable de la edición de Fuera de foco, la novela que finalmente logró articular ese descalabro de muertes y misterio que envolvió la ruta del Caravaggio. Pero en ese momento pudieron más sus ganas contenidas, y la pasión, por Melissa que las de la lectura.
Por lo tanto fue más de un año después, entre los preparativos de su viaje de regreso a Buenos Aires, mientras ordenaba su biblioteca, que se reencontraría no solo con el libro, sino también con el recuerdo de ese encuentro en la Colón, y también con aquella insistencia de Miguel para que abordara su lectura.
El primer contacto con el texto lo tuvo antes de subir al avión. Como una premonición del estado de ánimo con que lo esperaría Buenos Aires, la dedicatoria afectuosa de Ferro a Vieytes en la portada lo conmovió.
La continuidad de la lectura se la permitió el mismo viaje. Ese tránsito desvelado fue el espacio propicio para hacer las primeras marcas, con una lapicera azul, en el prólogo del libro que ya intuía, con la certeza de lo irreparable, no tendría que devolver.
… Concibo la escritura literaria como un espacio infinito de recurrencias discontinuas: citas, alusiones, autorreferencias, duplicaciones, paralelos, injertos […]. El ojo que lee, el ojo del lector, que merodea y arriesga en el juego múltiple de asediar los sentidos, recorre las páginas del texto en su diagramación quebrada en la que cada trazo se confabula como pasaje hacia otros textos […].
Luego seguiría con el capítulo que correspondía a Cortázar. El otro JC, fue lo primero que se le ocurrió pensar, para escribirlo enseguida a un costado de la hoja, casi sonriendo por esa, para él, coincidencia que lo vinculaba al escritor que tanto admiraba.
Fue varios meses más tarde que Cáceres completó la lectura del libro. Se demoró más de lo que hubiera querido; sin dudas existieron razones valederas que justificaron esa dilatación; sin embargo, esa circunstancia de ir leyendo a medida que avanzaba en la investigación por la muerte-suicidio de Miguel, hizo que Ferro volviera a convertirse en un puente involuntario que lo conectaba con su amigo.
“[…] la identidad de quien narra se inscribe en una lógica de la máscara, que mientras dice ‘yo soy’, se oculta en la otredad […]”, subrayó una tarde antes de encontrarse con Sarkis.
Esas líneas, presentes en el capítulo “La narrativa policial latinoamericana” referían a la escritura de Onetti. El escritor uruguayo estaba más que presente en esos días de incertidumbre. La primera edición de La muerte y la niña, de Corregidor, con una tapa verde –un obsequio de Roberto a Vieytes– fue, sin dudas, el último libro que tuvo entre sus manos Miguel. También fue el libro que rozaría con sus dedos gruesos Uriel Gorosito…
Han transcurrido los meses y hoy tengo sobre mi mesa una primera edición anillada y casera de Desde aquella ventana. En ella descubro de qué modo la vinculación con La muerte y la niña contribuyó a que Cáceres desentrañe el enigma de cómo y por qué había muerto su amigo Miguel Vieytes.
No puedo anticipar nada del desenlace en estas notas, sería como traicionar el esfuerzo de tan tremenda investigación. Ya circulará el texto definitivo y todos sabremos de qué trata.
Lo que sé, y de eso hemos conversado largo rato hoy con María Laura Ochiro, es eso mismo que ha escrito Roberto:
El texto es una esceno-grafía, una puesta en escena de las huellas, las trazas, las estrías, de todas las modalidades posibles de una tipología del injerto; cada texto es un entramado con múltiples cabezas de lectura para otros textos, una deriva de convergencia de operaciones de desplazamiento y proliferación en las que no solo desaparece el origen, el origen ni siquiera ha desaparecido: nunca ha quedado constituido. (Derrida, Una introducción, Ed. Quadrata, Bs. As.2009, pág. 138.).
Juntas leemos el párrafo en esta nueva tarde que nos ha reunido, casi como un ritual, en la Colón próxima a Tribunales.
No llueve como aquel otro día, y un brillo insistente que se empeña en atravesar la ventana ilumina de lleno la cara de María Laura. Ella ha traído ese otro libro de Roberto y me muestra emocionada que la cita está subrayada por Miguel.
Este libro era suyo —me cuenta— me lo prestó mientras trabajábamos en las notas de Cáceres el año pasado; lo hizo con una doble condición, pero sólo pude cumplir con la segunda.
Es una pena, una gran pena, me dirá María Laura al despedirnos. Y no son necesarias más palabras para expresarle que la comprendo.