Todo texto es un intertexto. Hay otros textos presentes en él, en distintos niveles y en formas más o menos reconocibles: los textos de la cultura anterior y los de la cultura contemporánea. Todo texto es un tejido realizado a partir de citas anteriores (…)
Roland Barthes
Escribe Roberto Ferro al finalizar el capítulo «Borges y Mugica, dos miradas y una esquina» (en El lector apócrifo, 1998): el cruce de los textos, cualquiera sea su soporte semiótico, es laberíntico no porque sus lectores o espectadores no encuentren la salida, sino porque nunca sabrán el origen.
Un laberinto al que me asomo con asombro y por pura intuición. Un situarme, frente a la escritura (la propia o la del otro) mientras, y al mismo tiempo, se pone en movimiento la maquinaria de la memoria que me conduce a mi biblioteca, la que me permite reconocer marcas, huellas, ocultas o exhibidas en un texto.
En algunos casos, esas pistas son claras por las referencias, o se evidencian en un acápite. Tomo como ejemplo el cuento «Volvedor» de Abelardo Castillo, que no solo dialoga con el Borges de la esquina rosada y con el fantástico de Cortázar; sino que además se convierte por lo escrito tras la coma, en un homenaje: A Julio Cortázar y a usted, Borges, y perdón si los salpiqué.
Sin embargo, en otros casos la nueva palabra escrita se roza con una anterior sin señalamientos aparentes, sin dejar casi rastros.
Así, de ese modo, intuyo el diálogo que establece Fernando Pessoa/Bernardo Soares, en su Libro del Desasosiego, con la lectura de Proust:
[…] A través del sabor leve del humo revivo el pasado. Otras veces será un cierto dulce. Un simple bombón de chocolate me descompone los nervios por un exceso de recuerdos que los estremece. ¡La infancia! […]. Con qué sutil posibilidad de sabor-aroma reconstruyo los escenarios muertos […], tan medieval por lo inevitablemente perdido.
Una correspondencia casi amorosa y de respeto de un escritor hacia sus fuentes; y que se devela en esa última palabra con la que finaliza el párrafo: «perdido».
Textos que se cruzan, como señala Ferro, que se entrelazan y a su vez dialogan con otros previos, y así infinitamente en el discurrir incesante de la palabra.
Si pensamos que hubo un tiempo en que la creación literaria era pensada para ser transmitida oralmente, voces sobre voces, cobra mayor sentido esta superposición que no aplasta sino que dimensiona la narración.
Se escribe en diálogo con la propia lectura que es, a su vez, escritura de otro, para recrear lo leído con la nueva expansión que provoca el nuevo texto que se va creando.
Quizás por eso se sigue escribiendo.
Cuando como una luz se enciende, para mi yo lectora, esa marca que me conduce fuera del texto, hacia otros textos, se produce algo parecido a una pausa interior que detiene el andar de mi ojo sobre la línea. Es entonces cuando el texto hace hondura.
Me sucede también con la música, con la pintura, con el arte.
Me sucede, sobre todo, en la literatura. La intertextualidad me habla de su maravillosa infinitud.