reencontrándome

 

Inicio de año en las tierras de Kvothe, mientras atravesando las copas de los árboles del parque se oye el infaltable saxo, presente todas las tardes de los fines de semana y desde antes de la pandemia. La melodía la siguen mis pies mientras los ojos continúan atrapados en las hojas del pesado libro (por lo voluminoso) de El nombre del viento[1].

Buen inicio de año, digo para mí, repitiendo las palabras que he ido copiando en los contactos del teléfono. Buen arranque, que todo sea mejor, que quede atrás el 2021 pronto. Lo mismo decíamos del 2020, como si los años tuvieran la culpa de nuestras improvisaciones.

Un comienzo singular sin saltos a las doce en punto en lo alto del pequeño muro, sin el desborde de abrazos y besos, solo uno e importante, por cierto, sin grandes preparativos, testigo de la noche que se fue haciendo oscura y brillante al mismo tiempo, iluminada luego por unos débiles y lejanos fuegos artificiales.

Un despertar de melancolías por las ausencias, que se hacen presentes más que nunca en estas fechas, como las pequeñas cosas que nos canta Serrat, listas para darnos el golpe bajo cuando menos lo esperamos.

Y enseguida las ocho de la noche, y escribir que lo nuevo comienza a ser también usado, pero sentarme igual para establecer propósitos antes de que finalice el día, este primero de año. Quizás y por qué no, el de esta constante e irrefrenable necesidad de la escritura.

 

 

[1] Rothfuss Patrick, El nombre del viento, Random House Grupo editorial, Buenos Aires 2016

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