Una historia de amor
Leo por primera vez a Mizubayashi. Me llega su novela en tránsito. Pasa por mis manos brevemente, pero es suficiente para concretar el encuentro.
La novela me pone en contacto también con la Sinfonía No. 8 en C Minor, de Dmitri Shostakóvich, compositor y director de orquesta ruso nacido en 1905, mencionada a lo largo de todo el texto, hilo conductor de los encuentros y desencuentros de los protagonistas de la historia.
Unos días después de esta lectura, asisto a la clase dictada Paula Hoyos-Hattori, en el museo MALBA, sobre literatura femenina japonesa del período Heian (794-1185 d.C.), período de gran esplendor artístico y de la cultura cortesana. Paula nos invita a circular por algunos waka del siglo X y a detenernos en la escritura que producen dos mujeres de la corte: Murasaki Shikibu y Sei Shōnagon y, desde ella, las derivas a escritores más contemporáneos como Kawabata. Y como el arte refinado de la oratoria se plasmaba en las pinturas hechas sobre rollos de pergamino, los emaki, que ilustraron por ejemplo la gran novela de ese tiempo, la escrita por Murasaki Shikibu, La historia o el Romance de Gengi Monogatari.
En los distintos períodos históricos japoneses, la pintura como la escritura y la música fueron modificándose de acuerdo al contexto: la vorágine que produjeron las dos grandes guerras que Japón tuvo con China, la primera entre 1894 y 1895; la segunda, entre 1937 y 1945, luego, y después de muchos siglos de total hermetismo, cómo influye la cultura occidental hasta el cambio decisorio que produjo la derrota en la Segunda Guerra Mundial.
En esos últimos años, sobre todo, de penuria, exilios y pérdidas es difícil imaginar el tiempo destinado para el desarrollo artístico, y no me refiero a que éste desapareciera, sino que tal vez, tuvo que ponerse a resguardo, como le ocurre a la viola del protagonista de la novela que acabo de leer, o debe camuflarse e intentar pasar desapercibida, como tantas pinturas que fueron prohibidas o se camuflaron al servicio de la propaganda para el avance japonés imperial.
La clase de Paula Hoyos Hattori fue espléndida, a pesar de que un malestar repentino me regresó a casa antes de lo previsto. Más tarde, pude recuperar lo perdido, gracias al acceso online que proporciona el Museo, y pensar así hasta qué punto lo escuchado me conectaba con la lectura reciente de la novela de Mizubayashi.
Mientras escribo esta crónica pienso, con gran parte de asombro, en cómo, y de distintos modos, en el último tiempo estuve en estrecho contacto con la cultura japonesa.
Hace menos de mes, por ejemplo, el almuerzo del Grupo Ceibo Kai, conformado por señoras mayores (yo ya también lo soy) de ascendencia japonesa y, casi en su totalidad, con rasgos orientales (a diferencia de mi rostro), muy vinculadas a su origen tanto por el cultivo de la lengua como de las costumbres, con las que siempre me gusta estar en contacto, quizás por ese abrazo añorado y la nostalgia que de algún modo me conecta con mi padre.
Luego el llamado de mi sobrina, sorpresivo y cariñoso. De pronto, Japón estaba ahí cerquita, apenas un mensaje de WhatsApp, salvando distancias horarias y geográficas.
Algunas cosas más, que abrumarían esta crónica, de las que destaco solo uno no bien finalicé la novela de Mizubayashi, y comencé Maria Domecq, de Juan Forn (a la que le dedicaré otra crónica luego), para sorprenderme con el párrafo inicial de su texto: “Cuando el comodoro Perry y sus cuatro «naves negras del mal» entraron en la bahía de Edo (hoy Tokio) …”.
Desde el inicio Reina de corazón me conectó con mi propia novela: Kawanabe, aunque la estructura es diferente, en definitiva, también se trata de una historia de amor.
La historia está muy bien contada y se va anudando en un ir y venir en el tiempo. Un hombre y una mujer se encuentran y en el vínculo de ambos, se reestablece, de modo mágico, un círculo perfecto. Un comienzo y un fin anudados, como cuenta la leyenda del hilo rojo.
La historia comienza con dos retratos, dos escenarios de diferentes guerras: la guerra chino-japonesa y la Segunda Guerra. Luego se continúa con Jun, un músico japonés que está viviendo en Francia, y el inicio de la tragedia: al mismo tiempo que Jun se enamora de una muchacha francesa, debe volver a su país para alistarse.
Por eso la historia de Jun, que es la de la novela, es la de los abrazos amorosos que perderá para siempre: el de su amada, que ha quedado en Francia y a la que no volverá a ver; más el abrazo de su viola (por lo tanto, también de la música) a quien abandonará para marchar al frente. Ambas experiencias son traumáticas y conducen al mismo estado de desasosiego que, sin dudas, atravesaron no solo los japoneses, sino también quienes han sufrido y sufren los conflictos bélicos. Mizubayashi las narra con una prosa excelente, sin privarnos de su crudeza.
Algunas generaciones después el círculo quebrado por la tragedia se cierra. En eso consistirá el resto de la narración.
No estoy segura –no sé determinar si por la traducción– si al finalizar la novela quedé prendada de ella, como me ha ocurrido, por ejemplo, con Kawabata o mismo y, a pesar, de la infinita desazón con que llego al punto final de sus novelas, con Murakami.
Pero todo suma, y este encuentro es uno más, y no menos significativo, de la serie de citas que establecí con la tierra de mi abuelo en estos últimos días. Tan solo por eso, le estoy agradecida.