ANNIE ERNAUX – La vergüenza

LA HUELLA INDELEBLE

(sobre La vergüenza, de Annie Ernaux)

 

¿cómo negar que un hecho sucedido después de otro se vive bajo la sombra proyectada  por el primero y que la sucesión de las cosas siempre tiene un sentido?

 

 

1.- Los preliminares

 

La crónica sobre La vergüenza (1997)[1], mi primer acercamiento a Annie Ernaux, se inicia gracias a la aparición de un tiempo de espera, un lapso de casi dos horas entre turnos médicos; una pausa experimentada como un privilegio, lo suficientemente extensa para ser disfrutada con un buen café y con buena lectura. La salida a las apuradas de casa, esa mañana, había sido sin un libro en la cartera. Recuerdo haber reparado en eso, al abrir la puerta de calle, en esa falta que deseché enseguida por la urgencia.

Resumiendo, y para no extender un relato que a pocos puede importarle, el tiempo ocioso y no planificado por delante, justificaba acelerar el encuentro con Annie Ernaux y acercarme a alguna librería. Porque era ella, la escritora francesa que acaba de ganar el último Premio Nobel de Literatura (2022), la que provocaba la cita. En la travesía por la que había navegado con de Vigan, llegar a su puerto era más que inevitable.

Había varios títulos disponibles, todos editados por Tusquets. Elegí uno de ellos dejándome llevar solo por la intuición. Quién me atendió en la librería, no la había leído aún.

La tapa del libro que compro tiene una ilustración de Laura Wächter, ganadora de los World Illustracion Award 2020, quién también estuvo a cargo de otros tres diseños, para Tusquets, de Ernaux. Tengo oportunidad más tarde, y ya en el tiempo de esta escritura, de recorrer esos otros dibujos. Es interesante que Wächter además de leer los libros o por lo menos las sinópsis, realice también ella un ejercicio de escritura antes que comenzar el bosquejo: “Al comenzar por el texto, profundizar bien en la idea y visualizarla en mi cabeza, me aseguro de que funciona”.[2]

Abro el libro (ya he asentado mis coordenadas del instante de lectura en la portada) y pronto me detengo en las dos primeras páginas.

En la primera, encuentro la dedicatoria de la novela: a Philippe V. (Entonces dejé a un lado el libro para investigar con mi celular).

El nombre corresponde a Philippe Vilain, un joven escritor francés, nacido en 1969. Aquí volví a detenerme ¿Cuándo nació Annie Ernaux para que el sitio que estoy leyendo haya decidido colocar el adjetivo “joven”? y encuentro que Ernaux nació en septiembre de 1940 (hoy tiene 82 años, esta cifra me conducirá luego a otra asociación obligada). Por lo tanto, en algún momento de la vida. cuando se produjo el encuentro, el romance según leo, de los escritores, ella le llevaba 29 años. (Más adelante, y quizás en crónicas futuras estoy segura, regresaré a este tema). Con esos pocos datos, cerré la ventana del celular y volví al libro donde escribí bajo el nombre de Philippe estos datos obtenidos, y proseguí.

En la segunda página, el acápite para el texto es una cita de Paul Auster “El lenguaje no es la verdad. Es nuestra forma de existir en el universo”. Entonces, nueva detención para escribir bajo esas líneas: “Los escritores nos leemos y nos citamos para escribir inmersos en esa intertextualidad dinámica y rica que me complace”.

Luego, en la tercera hoja, se inicia la novela, así: “Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio”. Más allá de lo contundente de la oración –que por su fuerza me recordó la primera en El extranjero de Camus: “Hoy a muerto mi madre”, o “Hoy en esta isla ha ocurrido un milagro” en La invención de Morel de mi querido Bioy Casares, como tantísimos otros comienzos, tantos que por un momento pienso, (a lo mejor alguien ya se tomó el trabajo) que bueno sería armar un texto solo con excelentes inicios de relatos.

Además de lo demoledor de esas palabras escritas: “Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio”, rescataba otra coincidencia: “un soleado pero frio día de junio de 2023”, rezaba el final de mi nota en portada.

 

 

2.- La escritora

Annie Ernaux recibe el Nobel en el 2022 “por el coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, los extrañamientos y las trabas colectivas de la memoria personal”. Su primera obra publicada es de 1974, Les armories vides, Los armarios vacíos, en español; a partir de entonces y hasta el 2013 más de veinte novelas publicadas. Ernaux tiene en el momento de su primera publicación treinta y cuatro años, es maestra de escuela primaria, luego licenciada y profesora secundaria en lengua francesa, más tarde, un trabajo también vinculado a la enseñanza, hasta que en el 2000 se retira para dedicarse a la escritura.

Su obra es casi en su totalidad autobiográfica y escrita en primera persona. (En este sentido, encuentro la correspondencia en algunas obras de de Vigan).

Hay mucho escrito y reseñado sobre ella, en especial desde el otorgamiento del Nobel, cuando se reeditan sus libros en español. Pero antes de ello, Ernaux ya tenía fieles seguidores.

Intento no navegar por estos sitios al momento de escribir esta crónica. Eso vendrá después y se irá incorporando, como ya he hecho otras veces, reafirmando o no, mi propio tránsito de lectura.

Incluso sé que luego de colocar el punto final a esta crónica, voy a buscar algún nexo entre Ernaux y Cixious, ¿lo hay? ¿existe vínculos entre ellas siendo contemporáneas, francesas? Apasionante deriva que emprenderé más adelante.

 

 

  1. La vergüenza

A partir de esa línea inicial: “Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio”, la protagonista, una niña y, al mismo tiempo, la mujer que hoy escribe, desde y por esa vivencia, desarrolla la historia de su infancia. Un relato que se sostiene en las fotografías personales, las que la retratan de pequeña o tomando la primera comunión. Esa evidencia de que “esto ha sido”, como señalaba Roland Barthes, es en donde encuentra la memoria algún asidero, aunque parcial y recortado, y de tan solo de un instante. Porque en la fotografía subyace todo lo que rodea ese “fragmento” (sic Barthes), lo que por no haber sido retenido escapa a lo recordado. Ernaux señala frente a la foto de sí misma (y esta vivencia es compartida por mí, lectora): “Me asombra pensar que, sin embargo, ese cuerpo es el mismo de hoy”. (p.20)

La mujer que escribe regresa a esas escenas, pero sobre todo y como una constante a ese domingo de junio. Investiga en los diarios de la época “como si fuera a encontrar la escena en el periódico del 15 de junio de 1952” (p.32), bucea en sus recuerdos cuando, en realidad, la imagen es tan nítida que no hay dudas: de toda su vida pasada “Solo ella fue real”. (p.33)

El texto de Ernaux es sobre la memoria. La personal y la que se construye sobre lo personal. Así escribe: “No existe una auténtica memoria de uno mismo” (p.34), porque

La mujer que soy en 1995 es incapaz de penetrar en aquella niña de 1952 que lo único que conocía era su pequeña ciudad, su familia y su colegio, y que solo tenía a su disposición un léxico muy reducido. (p.34)

 

A partir de esta reflexión, Ernaux recorre ese territorio de su infancia: geografía, costumbres, creencias, ritos; testimonio que se combinan con el propio proceso de escritura, intercalado con unos paréntesis durante el relato (Quizá no sea necesario que anote todo esto…p.35); trabajo que evocó por su similitud el que realiza María Carbó en su última novela Tiempo de Irene, salvo que en María el pasado (Irene) y la narración del presente de la escritura está bien diferenciado.

En esa semblanza “topográfica”, de costumbres y usos de época, de sus creencias infantiles, de la época colegial, surge una y otra vez, “ese domingo de junio”.

El libro no se divide en capítulos. Algún punto aparte traslada a otra escena a describir. La narración se ofrece en párrafos de disímil extensión, separados entre sí por espacios en blanco, como si se tratara de la transcripción de una grabación, en la que necesariamente la escritura realiza ese salto luego de un punto para dar lugar a otra idea o situación.

Me identifiqué varias veces con los recuerdos religiosos o de costumbres que trae Ernaux. Inevitable, llegó a mi lado, mi propia fotografía de la primera comunión: enfundada en el vestido de piqué blanco (que luego usó mi ahijada), del que me sentía tan orgullosa, la cofia también blanca, las manos juntas y alzadas a la altura del pecho y la carita de felicidad frente a la cámara; mi primer diario cuyo destinatario era Jesús; el prejuicio (que, seguro escondía la envidia)  de los grupos hacia las compañeras más desarrolladas, las que ya se animaban a salir con chicos o a maquillarse frente a nosotras, las otras, las de este lado, incierto.

Ernaux cuenta todo lo que se debía y no se debía, o podía, hacer en el pueblo.

“Pero jamás se tiene la sensación de un orden coercitivo” (p.80), no obstante, aclara; línea que, por supuesto, remarqué porque refiere a la propia experiencia personal. Había una infinitud de reglas a las que nos sometíamos, que se incorporaban sin violencia, en el contexto de lo que estaba bien y de lo que estaba mal. No había todavía muchos medios para permitirnos (como puede suceder hoy con las redes) con qué comparar. No se tenía acceso a otros modos. Lo religioso y las normas aislaban en un universo protegido, el que, y al mismo tiempo, permitía circular por las calles o subirse a un colectivo sola a los siete años, ir y volver caminando de la escuela, aun estando expuesta a los abusos, como en verdad, me sucedió, relato que hago entremezclado con la ficción en el primero de los cuentos publicado en mi primer libro De esto se trata (2001). El cuento se titula “Rescate” y brota de una vivencia personal, imborrable.

Ernaux tiene un final de párrafo hermoso que sintetiza un poco todo esto, lo transcribo:

Proust viene a decir más o menos lo mismo, que nuestra memoria se encuentra fuera de nosotros, en una ráfaga de lluvia o en el olor de la primera fogata de otoño, en todos esos elementos de la naturaleza que aseguran, con su retorno, la permanencia de la persona. (p.90)

 

Y ese retorno se produce en una canción que entonces oíamos hasta el cansancio, en una ropa que usamos hasta el desgaste…

… la memoria no me aporta ninguna prueba de mi permanencia o identidad. Al contrario, me hace sentir y me conforma mi fragmentación e historicidad. (90)

 

Como señalaba Barthes, la fotografía (como la memoria) es solo un fragmento “que no es capaz de contar toda la verdad”.

La protagonista vive con sus padres en un “colmado”, típico de zonas rurales (como es una traducción al español, han tomado este término). Un sitio donde se sirve café y comidas, abierto todo el día para los trabajadores de la zona. En ese ambiente brilla por su ausencia la intimidad: son pocos los espacios que la familia tiene a resguardo (incluidos los baños) por lo tanto está expuesta a la mirada de los otros. La falta de intimidad se evidencia también en que la niña/no tan niña sigue durmiendo en el mismo cuarto de sus padres, en una camita a un costado, como algo natural.

La vergüenza va tomando cuerpo en el mismo cuerpo de la protagonista a medida que se va despojando de la inocencia, a medida que su mirada cambia para siempre:

Era normal tener vergüenza, como si esta fuera una consecuencia inevitable del oficio de mis padres, de sus problemas de dinero, de su pasado de obreros, de nuestra forma de ser. De la escena de aquel domingo de junio. Para mí la vergüenza se convirtió en una forma de vida. En el peor de los casos era algo que ya ni siquiera percibía: la llevaba dentro de mi propio cuerpo.(p. 124)

 

Muchos años después, señala Ernaux, poco tiene que ver con esa niña retratada con tanta fidelidad en este libro y, sin embargo, algo constitutivo une a ambas, la niña que fue y la mujer que hoy escribe, y es ese domingo, una huella indeleble sobre la que traza su escritura.-

 

 

[1] Ernaux Annie, La vergüenza, Tusquets editores, Bs.As.: 2022

[2] Laura Wächter: «Para definir un estilo propio en ilustración hay que dejarse fluir», por Silvia. Laboreo para el stio Domestika. https://www.domestika.org/es/blog/7629-laura-wachter-para-definir-un-estilo-propio-en-ilustracion-hay-que-dejarse-fluir

 

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