Crónica 4
Fin de fiesta (1958)[1]
Lo único que martillaba mis oídos de todo lo dicho era «llevas mi nombre»; «tu nombre es el mío»
De a poco, muy lentamente, voy encontrando el espacio de la lectura frente al mar. Al comienzo, la inmensidad –ansiada, añorada desde mi Buenos Aires– es deslumbrante y hasta por momentos perturbadora. Preciso del silencio de la escucha. Luego de mi ausencia, él tiene tanto para decirme… Entonces, prefiero acudir a su presencia sin más compañía que mi alma dispuesta.
Silencio, admiración, respeto.
Pero de a poco, muy lentamente, el hechizo se acomoda; el mar se incoepora a mi paisaje sobre la página y se convierte en compañero fiel de mi escritura.
Me basta con levantar los ojos y saber que está allí, que no va abandonarme.
Él me espera, aguarda como un amante amoroso, amigo fiel.
Y por fin puedo regresar a la novela inconclusa, la que voy alternando con Personas decentes de Leonardo Padura que también se ha sumado a este viaje.
Sin embargo, los paisajes y las voces –Cuba y la compadrita Avellaneda– se entremezclan y me confunden, y llega un punto de la lectura que debo optar por uno de ellos. Conde sabrá entender, pienso, cuando con libertad reinició la historia de Adolfo y de “La enamorada”.
En el mientras tanto, también voy recogiendo notas sobre la autora:
A Beatriz Guido la conocíamos por retrato: alta, fina, con una cabellera negra que le hace juego a unos ojos grandes de dulzura y almendra. Realmente es una mujer bella. Su personalidad es de avasallante interés. Su simpatía y su cordialidad le dan un aire de viva y vieja amistad a las palabras. La viveza mental, libre de pose y de fatigante «bachilleratismo», restaña con agilidad en las apreciaciones. Hay una clara conciencia de la responsabilidad social y humana que le corresponde como escritora. Sabe que hay necesidad de estar en quicio con la angustia colectiva y la acepta como un mandato elemental, sin alarde de «mensaje». Es la limpia conciencia de un escritor que vive en su tiempo, que confronta sus dramas, que se estremece con las afliciones de su pueblo, que tiene el oído atento al rumor social.[2]
Fin de fiesta trata sobre Adolfo, el protagonista, quien vive con su hermano José María en lo de su abuelo, Braceras, un caudillo de Avellaneda. Ambos hermanos son huérfanos, sus padres murieron en el naufragio del Principessa Mafalda.
El hecho mencionado es real. El 11 de octubre de 1927, cerca de las costas de Bahía en Brasil (la cercanía me hace estremecer), “el paquebote doble hélice se iba a pique por popa hacia el fondo del mar, junto con 305 pasajeros, ocho tripulantes y el capitán, que se despidió de la superficie al grito de ¡Viva Italia!”.
Leo este relato en la crónica que escribe Facundo Di Genova para La Nación en el 2021, (una nota acompañada de muy buenas fotografías):
A pesar del naufragio, nadie temía semejante número de muertos. Los barcos de la zona acudieron pronto al pedido de auxilio cuando el buque comenzó a escorarse y lograron rescatar a 938 náufragos. Podrían haber sido más si no fuera porque a bordo reinaba el desconcierto y el caos, entre disparos suicidas y luchas a cuchillo por un salvavidas.[3]
La crónica narra además que el padre del Papa Francisco decidió a último momento modificar su pasaje en ese barco cuando venía a la Argentina, asegurándole así su existencia; o que la carga de monedas de oro destinadas al gobierno argentino (250.000 liras) han quedado ¿hundidas para siempre? en las costas del Brasil. También el hecho de que solo unos días después del naufragio, Gardel atravesará esa misma ruta, sin dejar de señalar en un testimonio la impresión que le produjo navegar sobre los restos que dejaron del “suculento almuerzo” los tiburones de la zona: “Fue una cosa de pena, de dolor; y cuando pasamos por delante del naufragio, los pasajeros echaron una corona al mar en honor a las víctimas. Fue trágico, doloroso”.
Beatriz Guido incorpora situaciones reales, como ya ha sucedido en La casa del ángel y en La caída, a su ficción. Así los caudillos de esta novela refieren a dos personajes que en verdad existieron en los años treinta: el pistolero Ruggierito y el “virtual dueño de Avellaneda por más de cuarenta años”, Alberto Barceló. Adolfo llega a ser testigo del atentado a Lisandro de la Torre, en el Senado de la Nación (hecho que le costó la vida al senador Bordabehere). Y se da cuenta de la Segunda Guerra Mundial, que es vivida para una parte de la sociedad solo como una molestia que impide vacacionar en Europa, mientras otros toman partido: nazis y no nazis. Ya llegando al final, como una metáfora del derrumbe de Braceras, se levanta la figura del coronel que iniciará una nueva etapa política en el país.
Como diría Conde, que estoy segura no me guarda ningún rencor por haberlo pospuesto y que, por el contrario, sigue atento mis andanzas: “Los caminos de la literatura y la vida tienen la caprichosa tentación de cruzarse, y con sus fricciones desnudar esencias inquietantes”.[4]
Así voy retomando la novela, mientras me detengo un poco más para dar paso a las asociaciones, porque Fin de fiesta trajo a mi memoria al cuento tremendo de Graham Greene: El fin de la fiesta (1932). Una historia que no se cruza con la que escribe Guido, salvo porque en ambas los protagonistas son dos hermanos, gemelos en el cuento, que aún con sus diferencias están unidos por un lazo fraternal profundo e indisoluble. También me encontré cantando Fin de fiesta de Kevin Johansen, pero eso de la coincidencia del título. Como sucede con algunas canciones, demoré en desprenderme de su insistencia.
Y así voy detrás de Adolfo, un adolescente que se debate entre la tranquilidad de la lectura y el refugio del campo, y la vida política que se le abre a instancias de su abuelo, poderoso y reputado caudillo de Avellaneda y senador nacional (en varias ocasiones se menciona que su retrato precede el comité del partido junto al del presidente Justo). Adolfo en primera persona en un capítulo y otros, en tercera, para dar cuenta de lo que él mismo no se atreve a confesar. El joven haciéndose hombre que vive buena parte del tiempo en “La Enamorada”, la estancia de su abuelo, descripta en la novela; encuentro el párrafo, a mitad de camino en el texto, una excelente síntesis tanto del personaje como de la historia:
«La Enamorada» significa, para mí, unas cuantas leguas de tierra para ganado de cría Aberdeen Angus y un haras de tierra para caballos de carrera. «La Enamorada» significaba para mí las convalecencias, las largas siestas mientras esperaba que Felicitas terminara de dar vueltas a la manija de la tina de hacer helados; la figura de José María tratando de enlazar algún potro indomable o siguiendo a los reseros y a la peonada. También significaba Mariana, atravesando la galería como si acabara de salir de una estampa o de un tapiz; una gran biblioteca de libros pornográficos: Pitigrilli, Vargas Vila, junto a los de Dumas y Conrad; y sobre todas las cosas, la figura de Braceritas, en la mecedora de la galería inmóvil, hierático como un ídolo. (p.121).
Curiosa, me desvío para investigar sobre Pitigrilli (en realidad se llamaba Dino Segre), que fue un escritor italiano, nacido en 1893. A partir de 1948 vivió casi diez años en la Argentina. Como señala Cozarinsky en una nota publicada en Página 12, en el 2004, “ Ignoro qué repercusión tuvo su nombre a orillas del Plata; dudo que los recuadros de La Razón sexta, sin duda correctamente pagados, le hayan ganado mucho prestigio”.[5] Beatriz Guido ha reparado en él y lo ubica en la biblioteca de Braceras junto al colombiano Vargas Vilas, un escritor vinculado al existencialismo, opuesto a las ideas conservadoras.
He elegido de la novela, la cita que antecede esta crónica porque aventuro que, más allá del retrato que logra realizar con tanta soltura Beatriz Guido sobre –y sin perder el eje en lo que va viviendo el muchacho– la historia de los cambios políticos en el país, hay un trabajo muy importante sobre la importancia de los nombres y sobre la identidad. Adolfo se siente atraído y a la vez reniega de su apellido. La herencia es pesada y pareciera que la muerte del abuelo, sumada a un cambio de la conformación de la sociedad, podría otorgarle un respiro o liberarlo de ella. Así lo hizo su hermano, emigrando (por razones loables como su trabajo y un casamiento), opción de la que no logra adueñarse el protagonista. Como tampoco, salvo en el final, de su amor por Mariana:
Hay tardes en el campo que todo parece detenerse, hasta el girar de la tierra. Esa tarde, la noche llegó de improviso, encender las lámparas de gas fue todo un acontecimiento; juntos lo hicimos para rozarnos las manos, ver nuestras nucas bajo nuestros ojos y los brazos a la altura de los labios.
La identidad es también la búsqueda del padre, encarnados para Adolfo en Guastavino, el secretario de su abuelo, que aún con su falta de ética y moral, se preocupa por el muchacho y le otorga un lugar junto a él; y en el padre Efraín que, con ingenuidad o inocencia, persigue en Adolfo algo más de lo que se empeña en mostrar. Por ambos, él logra sentir un cariño genuino. No así por el abuelo, de quién comprende “que sólo su muerte reivindicaría ese nombre”.
Quizás podría leerse la novela como la búsqueda que atravesaba el propio país en su transformación político y social. No solo los protagonistas vivencian los cambios y se deberán adaptar a la nueva realidad con la muerte del abuelo, también la Nación inaugura una nueva etapa. Y Beatriz Guido, vuelvo a aventurar, da cuenta de eso.-
[1] Guido Beatriz, Fin de fiesta, leído en pdf en el sitio Scribd. Las referencias corresponden a esta edición.
[2] mmariacaruiz,+Obras+y+Diálogo+de+Beatriz+Guido.pdf
[3] https://www.lanacion.com.ar/el-mundo/la-premonicion-del-capitan-y-el-misterio-del-oro-el-tragico-final-del-ss-principessa-mafalda-el-nid02072021/
[4] Padura Leonardo, Personas decentes, Ed. Tusquets, Bs.As: 2022, pág.140
[5] Cozarinsky Edgardo, « Pitigrillo fuera de foco” en http://www.pagina12.com.ar/imprimir/diario/suplementos/libros/10-979-2004-03-20.html