Cariñosamente Pepe
Sobre Las ratas y Sombras suele vestir, de José Bianco
En el extremo de la galería me sorprendió una cascada de agua muy blanca que saltaba por los cristales abiertos y corría por el suelo. Era el batón de puntillas de mi madre.
Mi mesa de trabajo se había vestido de fiesta con la llegada de La asfixia (1946), el primer libro de la escritora francesa, Violette Leduc, que recibo en la edición en español de Sudamericana.
Finalizada la lectura y ya escrita “La mano tendida”, regreso al nombre impreso en la portada del libro, el del traductor José Bianco. De inmediato evoco la biblioteca de mis padres, donde recuerdo haber visto alguna vez Las ratas.
La irrupción del escritor argentino, de pronto, desvía por un par de días el sendero que venía transitando de las escritoras francesas y me conduce hacia la Argentina de mitad del siglo veinte, hacia los años contemporáneos a la escritura inicial de Leduc; al país envuelto en una bruma melancólica para este presente, según la comparación que retrata Bianco:
(Cecilia) se trasladaba a respirar una atmósfera de arte en las pequeñas ciudades italianas donde el cambio de la moneda era ventajoso para los argentinos [1]
Y también
El viejo Stocker, suizo de origen, llegó al país setenta años atrás: la ganadería, el comercio y los ferrocarriles empezaban a desarrollarse, el Banco de la Provincia estaba en trance de ocupar el tercer lugar del mundo…[2]
(Hago una pausa en la crónica para levantarme y acomodar La asfixia en mi biblioteca. Con decisión la ubico sobre los tres volúmenes de la Obra completa de Bioy. Creo que quedará allí por la cercanía afectiva, aunque también puedo esgrimir, atendiendo al orden de mis libros, que he considerado la letra inicial del traductor, entonces Bianco-Bioy, antes que la de la autora, Leduc).
¿Quién era José Pepe Bianco?
Nacido en Buenos Aires en 1908, muere en la misma ciudad en 1986. (Leduc nació tan solo un año antes, en 1907). Escritor, periodista, traductor, pero también miembro de la Academia Nacional de Ciencias Económicas. Ganador de la beca Guggenheim en 1974, formó parte del círculo de la revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo (Se desempeñó como jefe de redacción entre 1938 y 1961), hasta que es separado por Victoria luego que Bianco participara como jurado en el Premio Casa de las Américas que lo llevó a visitar Cuba (Victoria Ocampo no estuvo de acuerdo con la simpatía que manifestaba Bianco con la Revolución cubana). Al respecto, encuentro una nota de Hugo Beccacece, para La Nación, del 2011:
Una democracia debe combatir, para ser tal, el sufrimiento y la injusticia. No hace falta ser un escritor, basta con ser una persona decente para compartir esa idea. Porque un escritor, a quien le repugna el sufrimiento del pueblo, también forma parte del pueblo y por eso debe ser capaz de sufrirlo todo para mantener intacta su libertad intelectual. Aunque en esa libertad vaya incluida la de morirse de hambre.» Esas palabras las dijo José Bianco (1908-1986) en una entrevista que le hice en el diario Tiempo Argentino (5 de diciembre de 1982). Escucharlo era conmovedor porque esas frases, expresadas con sencillez, se correspondían con sus actos y no tenían nada que ver con el populismo ni con la demagogia.[3]
La nota es emotiva. Líneas más abajo del párrafo citado, Becaccece pone de manifiesto la reducida obra publicada de Bianco. “Me gusta más leer que escribir”, señala que decía el mismo Pepe en más de una ocasión, enfatizando que Bianco leía con un “olfato infalible”. La reseña también menciona su trabajo en Eudeba, luego de dejar Sur y un segundo viaje a Cuba en 1982, del que vuelve muy decepcionado. También la posterior reconciliación con Victoria “No pudieron estar demasiado tiempo sin verse ni hablarse. Se querían y se respetaban demasiado. Esa amistad sólo la interrumpiría la muerte de ella, en 1979”.
Es una muy bella nota.
Encuentro otra reseña sobre el autor, publicada en el 2002, por Blas Matamoro (escritor argentino, 1942), que transmite el mismo tono conmovedor y de gran respeto hacia la figura de Bianco, al que describe como “Un hombre gris…porque el gris domina, disimuladamente, todos los otros colores”:
El gris tiene la virtud de no distinguirse a primera vista y exige una mirada especialmente atenta. En parte, su situación se debe a su difícil encasillamiento dentro de las costumbres literarias argentinas de su época. Ni realista ni fantástica, ni preciosista ni neorromántica, por seguir categorías al uso, la obra de Pepe cabe en una de sus frases postreras, cuando estaba internado de última enfermedad, en el otoño argentino de 1986 (no creo casual que el hecho coincidiera con mi vuelta al país, tras diez años de emigración). Pepe se estaba muriendo y a un amigo que intentaba cuidarlo le dijo: «Dejame de joder. Soy un hombre libre.» Sí, desde luego, la cercanía de la muerte libera, tanto como esclaviza el arraigo a la vida, pero hay algo más, algo como un reclamo de no encasillamiento desde la reticencia misma.[4]
Leerlo
Como me ocurrió con el desvío que tomé para releer a Milan Kundera, mientras seguía a Annie Ernaux, abrí un paréntesis para disfrutar dos nouvelles de Bianco, que recorrí sin que me interrumpiera ninguna otra voz: Las ratas (1943) y Sombras suele vestir (1941).
Las ratas
En “Las ratas” –esos animales que Julio “cultiva” haciéndolos crecer en los armarios contiguos a su dormitorio con el fin de usarlos para la investigación científica–, el narrador adulto se retrotrae al niño de catorce años, Delfín Heredia, y al momento del suicidio de su medio hermano, Julio. Con ese hecho trágico se inicia la novela y es también su cierre.
En el interín, con la certeza del acto consumado, ya que así lo afirma el narrador, el relato me conduce hacia el interior de la vida familiar de los Heredia, hacia los distintos personajes que rodean a Delfín: la figura sensible y amada de la madre; la de la tía Isabel, viuda y patriarca familiar, la de una amiga de la madre, que aporta lo “vulgar” del mundo exterior; la del padre, un hombre desdibujado entre las mujeres, que ha optado por continuar con su vida bohemia fuera del hogar; y el profesor de música de Delfín, deslumbrado más por el bon viveur de la familia que por la propia virtuosidad musical de su alumno. A todos ellos se suma Julio, diez años mayor que Delfín, que es investigador científico y con el que el muchacho tiene una relación ambigua: lo une a él el interés por la música, lo distancia la “virilidad”, tan ajena a su edad, que le adjudica: “el hombre suele puede adquirirlos mediante un largo aprendizaje con las mujeres”.
A excepción de algunos exteriores, una ida a un campo en Las Flores – pero que se detiene más en la travesía y en el interior del tren– y las caminatas entre la casa de Delfín y la de Isabel –cuando el muchacho acompaña a su tía después de la cena de cada día–, lo que prevalece es el escenario de la casa, la sala, el cuarto de Julio y, a lo sumo, un sector del jardín, espacios en general nocturnos o impregnados del sofoco que provoca el calor del verano que entra por las ventanas abiertas.
La novela es breve, quince capítulos y, sin embargo, tuve que volver a leerla para comprender por fin lo que había ocurrido: que el suicidio fue, en realidad, un crimen.
Recorro la novela con curiosidad porque y, sobre todo, está bien escrita y es disfrutable (obras “legibles”, señala Borges en el prólogo: “obras como esta de José Bianco, premeditada, interesante, legible, insisto en esas básicas virtudes, porque son infrecuentes”[5]) impulsada por esa intriga de qué fue lo que motivó ese hecho ya develado: el suicidio de Julián, porque ¿no es eso lo que le sucede al lector cuando se le anuncia desde el inicio la tragedia, querer saber qué es lo qué pasó?
Pero Bianco demora la cuestión. Me lleva por el derrotero de los vínculos familiares, de del propio pasado y el presente de catorce años del protagonista (muy anacrónico en este hoy del 2023), mientras yo pienso (inducida por el título del libro) en la existencia de las ratas dentro de la casa, oculta en los armarios (pensé en Los armarios vacíos de A. Ernaux) y en el alimento con el que Julio las mantiene, que también es un poderoso veneno.
Omitía entonces otras cuestiones como el juego del doble retrato en la pared y la mimetización de Delfín con Julio. Me distraje porque dejé “de ser cómplice” y no presté atención. Ya lo había anunciado Borges en el prólogo:
Es de los pocos libros argentinos que recuerdan que hay un lector: un hombre silencioso cuya atención conviene retener, cuyas previsiones hay que frustrar, delicadamente, cuyas reacciones hay que gobernar y que presentir, cuya amistad es necesaria, cuya complicidad es preciosa.[6]
Y entonces perdí de vista al asesino, el que redacta las páginas con la intención de que sean “inéditas”.
Leyendo más tarde a Simone de Beauvoir, en Les mandarines, encuentro al pasar la palabra “roedor” (“Es ese ruido de roedor, ese ruido de inquietud en mi pecho”) que echó una luz sobre la novela de Bianco, de la que no me había podido sustraer.
Porque lo que acecha tiene ese particular sonido del trabajo “silencioso” de las ratas, perturbando durante todo el relato. Como los roedores encerrados, a los que no podía eludir, la muerte de Julio estaba ahí, subyacía y había que roer la tela, “la textura prolija e intrincada de un tapiz”[7]para saberlo.
Celebro haber leído a las apuradas el prólogo porque en las primeras líneas Borges devela el quid de la novela. Ahí se equivocó, pienso y perdón por el atrevimiento, teniendo en cuenta a quien le hago una salvedad, además de que sus líneas preliminares al libro son magníficas. Pero, sabe Borges, yo no lo hubiera contado, ya que es muy distinto leer sin saber, leer dos veces incluso por mi torpeza, y descubrir luego, con estremecimiento, lo que realmente pasó.
Sombras suele vestir
El otro texto, Sombras suele vestir, formó parte de la compilación de Antología de la literatura fantástica que compilaron Borges, Bioy y S. Ocampo (1965), pero fue publicado por primera vez para el número 85 de la revista Sur en 1941. Sin dudas, el relato pertenece al género: sobre el final, subvirtiendo lo que se ha narrado, nos preguntamos si el personaje de Jacinta Vélez es real
El estilo, el tono de la historia no pudo no recordarme a las historias de Bioy (¡Cómo no evocar El lado de la sombra y a Veblen!), tal vez por esa ambigüedad tan característica de sus personajes femeninos y ese estado de somnolencia en que se ven envueltos los personajes masculinos, provocando una atmósfera ambigua en la que es difícil discernir entre lo real y lo irreal.
¿Cuándo murió Jacinta? ¿Se suicidó? Solo llegando al final puedo saber, solo llegando al final, en realidad, es que surge las sospecha de que lo que está sucediendo es una ilusión, que Jacinta no estaba viva y que todo era ensueño de Stocker. Hay pistas y una segunda lectura permite comprobarlo, como la palabra sombra: “Ha vivido al lado de una sombra. Sombras asimismo son los paisajes que ella ha recorrido…”. Pero será en el final cuando estas alusiones cobren sentido.
Queriendo saber más, busco trabajos sobre este texto y encuentro que se ha escrito mucho sobre Bianco, más de lo que él seguramente alguna vez pensó, ya que es objeto de muchos estudios críticos.
Por mi parte me aferro a mi ojo de lectora, asida a esta condición que Bianco calificaba para sí mismo, de ser ante todo un lector, al modo de Borges o de Vila-Matas, cito los primeros que llegaron al teclado.
La lectura, no obstante, como el impulso para tejer la propia escritura.
¿No es eso lo que hace Bianco a partir de la cita de Góngora en este relato?
El escritor
La crónica se ha extendido, la conversación no cesa. Gran parte de lo escrito ha sido sobre el mismo autor, José Bianco.
Los dos textos Sombras suele vestir y Las ratas forman parte de una narrativa muy breve, un primer libro de cuentos, La Pequeña Gyaros (1932) y recién en 1973, La pérdida del reino.
Su trabajo en Sur, inagotable –“la revista se hace cada día más absorbente; cada día hay más cuestiones estúpidas, más complicaciones; cada día me quedo hasta más tarde en este antro”, le escribe a Silvina Ocampo– y su labor como traductor le demandaba, seguramente, mucha dedicación postergando el momento de sentarse a escribir. A eso se sumaban los múltiples compromisos del Buenos Aires, tan efervescente culturalmente en esos años. Algo quizás de cierto pudor en su relación con otros escritores («Cada vez que me siento a escribir siento que Borges me mira por encima del hombro», cita en el segundo tomo de sus diarios, Ricardo Piglia).
Las fotos que lo retratan develan, sobre todo, su sonrisa. Debió de ser un gran tipo, imagino, con su carácter seguramente, pero querido, a juzgar por las notas que le dedican quienes lo han conocido. Bioy Casares lo cita varias veces en su Descanso de caminantes, pero transcribo lo que escribe sobre él, ya por 1989 (Bianco había fallecido tres años antes)
Leo en mis Diarios conversaciones con Pepe Bianco. Pienso que nuestra amistad fue venturosa. Al principio lo veía con antipatía, por prejuicio contra su homosexualidad, por verlo como un secuaz de Victoria y hombrecito del grupo Sur; a medida que pasó el tiempo nos hicimos más amigos. Aumentaron el afecto y el respeto mutuo. Creo que esta progresión creciente de la estima y del afecto nunca se detuvo.[8]
Fue Ricardo Piglia quien ideó el proyecto de juntar las cartas de Bianco (que conformarán Epistolario), tarea que entre otros lleva a cabo luego Daniel Balderston; ellas develan, según he leído por las reseñas al libro, mucho de su trayectoria personal.
En fin, agradezco este desvío de la mano de Violette Leduc.
Ambos tuvieron un reconocimiento limitado como escritores en su presente, ambos comparten la permanencia en el tiempo.
Para terminar, tomo un fragmento de una de sus cartas, que extraigo de un trabajo de Manuela Barral[9] sobre Epistolario.
Anoche fui a lo de los Bioy. Seríamos veinte personas, pero me pareció que la casa estaba llena de gente y que entre esa gente estaban nuestros fantasmas de otra época. Al lado de la Silvina actual había otra Silvina, o mejor dicho varias Silvinas de hace 18, 15, 10 años, qué sé yo, y al lado de Pepe Bianco había diversos Pepes Bianco que lo escoltaban, menos decrépitos y más agradables. Las huellas del tiempo se notaban terriblemente en S. y en mí; hasta en A. que antes me parecía la imagen del adolescente, ya no.
Así era Pepe Bianco, testigo privilegiado de su tiempo y un gran escritor.
[1] Bianco José, Las ratas, publicado en formato PDF por SCRIBD, pág. 25
[2] Bianco, José, Sombras suele vestir, íd., pág. 19
[3] “La dignidad del escritor”, de Hugo Beccacece, para La Nación, 18 de abril 2011, en https://www.lanacion.com.ar/opinion/la-dignidad-de-un-escritor-nid1366367/
[4] “José Bianco – El teatro del viento”, por Blas Matamoro, para Letras Libres, 30/6/2002, en https://letraslibres.com/revista-mexico/jose-bianco-el-teatro-del-viento/
[5] Bianco, José, óp., cit. en prólogo.
[6] Bianco José, óp. cit. ídem
[7] Bianco José, óp. cit. p- 17
[8] Bioy Casares, Adolfo. Descanso de caminantes, Ed. Sudamericana, Bs. As.: 2001, p.491
[9] Barral Manuela, “Sobre Epistolario de José Bianco”, Ex Libris- Letras, PDF en http://revistas.filo.uba.ar/index.php/exlibris/article/view/3356
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