VIOLETTE LEDUC – La asfixia

Una mano tendida

sobre La asfixia de Violette Leduc

 

¿pero es que no hay poetas en todas partes

y no es menos cierto que los tilos huelen bien por la noche?

 

La asfixia de Violette Leduc fue publicada, en su versión original francesa “L’Asphyxie”, en 1946. Para ese entonces, la escritora francesa, nacida en Arras en 1907 tenía 39 años. Gran parte del proceso previo a la escritura de esta, su primera novela, está narrado en La Bastarda. Lo cierto es que la escritura llega a instancias de lo que le aconseja, principalmente, Maurice Sachs. También es Simone de Beauvoir, a cargo del prólogo de ese texto de 1964, quien la impulsa, aunque Leduc no menciona esta influencia en su novela. Recién, casi finalizando el libro, hace una breve mención a la escritora ya conocida:

Este libro tan grueso ha sido escrito por una mujer ─me contestó el mejor amigo de Maurice─. Es La invitada de Simone de Beauvoir.

Leí el nombre de Simone de Beauvoir y luego el título: La invitada. Una mujer había escrito ese libro. Lo puse en su sitio. Estaba en paz conmigo misma.[1]

 

La asfixia comienza a escribirse en el tiempo de soledad que transita Leduc, luego de la particular convivencia con Sachs, quien en algún momento le había dicho: “Querida. ¿Por qué no escribe querida?” [2]. En ese impensado retiro en aquel pueblo cercano a París, inmersa en la precariedad y miseria que provoca la Segunda Guerra, que la conduce al tráfico de alimentos, como única fuente ingreso para sobrevivir, ella se atreve por primera vez a la escritura.

Y lo hace de un modo particular, sin dudas, no solo para la época, sino también porque encuentra en esa escritura que tiene que ver con los recuerdos de infancia, esa distinción que de Beauvoir calificará como de “temperamento”.

Fue Albert Camus quien aceptó incorporar el texto a su colección, y grandes como Jean Genet, Marcel Jouhandeau y Jean Paul Sartre “saludaron la aparición de una escritora”.

El libro comienza con una línea, troncal en toda su escritura posterior: “Mi madre no me ha dado nunca la mano…”[3]. Los puntos suspensivos son vitales, y necesarios porque amplifican el sentido de esas pocas palabras. Un inicio que me evocó el de La vergüenza de Annie Ernaux: “Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio”, también fundante en todas sus novelas.

Entonces pienso en lo ya leído en Ernaux, encontrando los paralelos, las similitudes y las diferencias. Intento rastrear el texto que derribe esa definición que se le otorga a Ernaux, la de ser “pionera de la auto ficción o de una “autobiografía impersonal” o de ser conocida por su trabajo precursor en la “auto ficción”, y ¿Leduc? Si pudiera leer en francés, seguramente encontraría mi respuesta. No creo que no se haya escrito sobre el tema y las reseñas, en español, no difieren entre sí, es más repiten calificaciones, para hablar de la reciente ganadora del Nobel.

Me alejo de esas consideraciones que además me exceden. Regreso a Leduc y lo que provocó esta novela, regreso al asombro y a la curiosidad que ya despertaron el primer acercamiento.

Y vuelvo a abrir el libro, para detenerme en esa primera línea citada, escrita con crudeza y con la mirada de la niña “aplastada” por la violencia materna. “El otro encarnado en la madre de mirada de acero”, como señalará Beauvoir en el prólogo a La Bastarda. Será la abuela, Fidéline, quien muere demasiado rápido quien la abrigue ante tanto desamparo.

Imagino la conmoción que le debe haber provocado a la misma Leduc leer las palabras que le dictaron sus manos. Es imposible que en ese instante ella no comprendiera que ya no había vuelta atrás y que había encontrado un lugar en el estante de los buenos escritores, además de que esa escritura se iba convirtiendo en su tabla de salvación al nombrarse.

Sin embargo, ella da una vuelta de tuerca, va por más. Porque la construcción de sus recuerdos no responde a lo esperado; no será una suma de acontecimientos biográficos, una ida desde el presente hacia el pasado.

Todo lo contrario, por eso, por momentos y mientras leía no podía dejar de oír también a Norah Lange, quizás por esta omnipresencia de la mirada, la de la niña agazapada observando. La diferencia es que la mirada de Leduc se recorta, se fragmenta. Por eso la novela que construye se conforma de breves historias, que podrían incluso leerse de modo independiente, algunas muy breves y descriptivas, otras de gran complejidad para el lector, en las que ella desaparece, se pierde; se oculta en alguna casa, es la sombra de otro a quien persigue de un extremo a otro del pueblo, para resurgir de pronto, para recordarnos que ella siempre estuvo allí. Por eso, puede escribir: “Desde el horno de amasar donde Mandine me había ocultado, yo lo había visto y oído todo”. (p.67)

Y lo hace con la misma voz lírica que oí con tanto placer en La bastarda; sin liberarme del estremecimiento por la desolación y el abandono. “Mi madre me ocupaba” (p.171), define en ese imposible en que la atrapa la ausencia de amor. Porque la falta “ocupa” tanto o más lugar que la completud. Es el vacío, es la nada, ella lo sabe; que no alcanza la vida para reparar ese daño. Leduc da cuenta de ello en su escritura. Escritura que se pliega y despliega en cada uno de sus novelas posteriores. Por eso señala de Beauvoir que todos los libros de Leduc “podrían llamarse L’Asphixie”-

Ambas escritoras se leyeron y mucho. La relación personal entre las dos fue apasionada. Los contenidos del intercambio epistolar, 297 cartas que salieron a la luz y fueron subastadas por Sothebys en diciembre de 2022, develan “una relación compleja y ambigua… donde la pasión amorosa no correspondida, dulzura y la admiración mutua con toques de desconfianza se mezclan”.[4]

Leo con interés un ensayo de Gilda Luongo sobre ambas escritoras. Luongo trabaja sobre La locura, texto de Leduc que no he leído (será difícil encontrarlo por lo que voy investigando, existe un ejemplar en la Biblioteca Nacional y en la Red de bibliotecas de la Ciudad. ¿Cuándo encontraré el momento para instalarme en esas mesas, si no logro pedirlo prestado?)

De algún modo, de Beauvoir, así como fue una influencia poderosa para Leduc también fue el cristal que opacó aún más su visibilidad. No fue responsabilidad de la más conocida, sino la incapacidad de la propia Leduc para superar su condición de extravagante y en los márgenes, con la que fue clasificada. A eso se suma su vulnerabilidad, expuesta de modo descarnado en La asfixia y la auto proclamación de considerarse “fea”.

La editorial Capitán Swing, quien encaró la feliz decisión de reeditarla, dice de ella:

 

Es dulce y es cruel, es radiantemente obscena y libre, es lírica hasta el mismo estremecimiento, está como al otro lado de la frontera. ¿De qué frontera? De la que divide y separa la gran escritura de la literatura simplemente correcta, y que tanto abunda.[5]

 

Por último, la lectura que había comenzado por esa imposibilidad de la mano tendida y rechazada se cierra con la última línea, irónica y sorpresiva: “era una madre irreprochable”.

Entonces qué más escribir después de eso. Solo su misma escritura desolada:

Un viento frío hacia arabescos en las hojas. Un chaparrón cayó sobre la tierra. Después le sucedió una fina tolvanera que iba de aquí a allá. Yo podía oír la lluvia que brincaba sobre los techos gota tras gota… Por las canaletas, el agua corría obstinada. Me serené… La noche me cubría.

 

Leo La asfixia en una traducción de José Bianco (1908-1986), escritor, traductor y secretario de la Revista Sur por dos décadas. (Bianco con Silvina Ocampo traducirán juntos Las criadas de Jean Genet). No encuentro en mi biblioteca Las ratas, pero tengo la seguridad de que estaba en la de mis padres.

Su figura es el nexo necesario para comprender que Leduc fue leída, seguramente con mucha intensidad, por los escritores y escritoras argentinos, los que, además, podían leerla en francés. Los temas que podían llegar a escandalizar, como por ej. el lesbianismo o la homosexualidad, debieron ser seguidos con voracidad por las Ocampo, alejadas de todo prurito convencional.

Cierro el libro con esta certeza abrumadora: La literatura es un universo infinito; es una fiebre que devora, un amor no correspondido que siempre me deja anhelante y deseando más.

Y cierro esta crónica con las palabras de Beauvoir: “Quisiera haber convencido al lector de entrar en ella: encontrará mucho más de lo que le he prometido”.[6]

 

 

[1] Leduc, Violette, La Bastarda. Capital Swing Libros, S.L., Madrid. Ed. Ebook 2020, en SCRIBD. págs. 616-617.

[2] Leduc, Violette, id. pág 425

[3] Leduc, Violette, La asfixia, Ed. Sudamericana, Bs.As.: 1968, p.7

[4] Reseña para el sitio La Lista, por Sian Cain, 30/8/2023, a-lista.com/cultura/2020/12/18/cartas-de-simone-de-beauvoir-a-violette-leduc

[5] Ver en capitánswing.com

[6] En Prólogo a La Bastarda

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