Silvia Molloy, El común olvido

El común olvido[1]

La memoria es un don decisivo, a menudo infernal

 

Paso a la siguiente novela de Molloy, publicada en 2002, gracias a la facilidad de leerla en modo digital. Atravieso ese límite, esa “puerta” que de algún modo abrió Molloy en el final de la novela anterior, en el conjuro que he establecido previamente con Tununa.

En el lapso entre una y otra, Molloy ha publicado, antes y después, varios ensayos en español y en inglés desde los Estados Unidos donde reside hace más de treinta años.

Mi primera anotación al margen de la novela señala “excelente primer capítulo”. Ya he referido en otras crónicas de la importancia, casi vital, de un buen inicio.

El protagonista del texto es un hombre que reside en Estados Unidos y está llegando a su país, la Argentina, y a su ciudad natal, Buenos Aires:

No puedo explicar la desazón que me causa volver a Buenos Aires, esa sensación de estar abriendo puertas que dan siempre a cuartos vacíos, de leer páginas que están siempre en blanco, se asir recuerdos que se me ahuecan en cuanto procuro darles sentido (p.13)

Una visita que realiza con “ojos conmemorativos” si busco la cita que prologa el libro, de Dante Gabriel Rosetti, poeta inglés del s.19.

Aventuro que en esa palabra “conmemorar” está la cifra de esta extensa novela.

¿Qué es conmemorar? Según el DRAE, es “recordar solemnemente algo o a alguien, en especial con un acto o un monumento”. La otra cita es de Pichon Rivière: “Dónde no hay tumbas escribo epitafios”, ¿es de algún modo una escritura en vacío?

Hago un recorrido por mis notas.

Acompaño la llegada del protagonista, un hombre con doble nacionalidad (la argentina y la norteamericana) que en este viaje observa que si “no fuera por esos pequeños deslices creo que nadie se daría que soy de aquí” (p. 28), voy sabiendo de su historia, que se narra de modo atrapante, incluso con mucho humor, mientras el hombre se va reencontrando con las pistas que ha logrado reunir sobre su madre; en especial sobre ella, y su padre, de origen inglés, y al que dejó de ver cuando era muy pequeño. Lo que sabe de él es muy pobre. Hijo único, distanciado de sus orígenes cuando su madre emigra a los Estados Unidos, se separa totalmente de la figura paterna.

El hombre es quien conmemora, y a la ceremonia van llegando quienes, como ocurre en esos eventos, han sido cercanos, afines, amantes, o enemigos del difunto. En este caso de dos: madre y padre. Y al bucear sobre ellos, quien oficia, que resulta ser la continuación de su sangre, va reescribiendo su propia existencia. La presente lo encuadra viviendo con su pareja, un venezolano que es muy importante en su vida con el que mantiene un vínculo afectivo sólido (aunque la relación se quebrará durante la extensa permanencia en la Argentina) y desarrollando sus profesiones: bibliotecario y traductor…

 

Los puntos se extenderán hasta el infinito.

Acaban de avisarme que ha muerto Silvia Molloy, a los 83 años.

 

Día 2

Tuve una pesadilla, creo sobre el borde del amanecer. Quién puede determinar cuándo y qué importa este detalle me pregunto, quizás la precisión del sueño aventura esta suposición. En mi sueño perdía, extraviaba en unas calles que me resultaban extrañas y laberínticas, las que por algún motivo ubicaba en algún lugar del Brasil, aunque nada me llevaba a esa conjetura. En ese entramado yo perdía a mis nietos, no los identificaba ni sabía que se trataba de ellos, pero sabía que eran ellos y me desesperaba en su búsqueda.

Aún en el dolor y la angustia que me iba provocando la experiencia, no lograba despertar.

Por supuesto, lo primero que pensé fue en los puntos suspensivos de ayer a la tardecita.

Las pérdidas.

Estoy escribiendo sobre eso, luego de haber transitado, casi como una continuidad El común olvido, la novela siguiente de Molloy, Varia imaginación (2003) y luego, casi de una sentada, Desarticulaciones[2], publicada en 2010.

Estoy escribiendo sobre sus insistencias que, sin duda, me interpelan: la memoria, la pérdida, el desarraigo…

Admiro que sus novelas se despliegan con tanta inteligencia como maestría.

Es imposible leerlas sin reparar en la intertextualidad, que aflora de modo tan natural como lo es para quien lectura-escritura-lectura es un permanente continuo.

Seguir la narrativa de Molloy es aprender, reflexionar, comprender.

A eso se suma que cada nuevo texto es una sorpresa diferente al anterior.

Luego de esa puerta entreabierta, melancólica e intimista, “enclaustrada” de la protagonista de En breve cárcel, ingresé al derrotero abierto, incesante, del personaje de El común olvido, a quien pongo en buscador del archivo para rescatar su nombre, sugerido en varias oportunidades, pero que no logré retener, quizás porque es un nombre trazado “sobre el vidrio empañado” (CO: p.42).

Sin embargo, pronto detengo la búsqueda porque creo que no tiene importancia ahora, en este momento, ya llegará el dato cuando él quiera; acorde quizás con que la novela señala un genérico, que se impone, pero que no determina la lectura, como tampoco lo fue en la novela anterior.

Sin embargo, esa misma búsqueda del hombre tras el “nombre” sí es vital para él como lo es siempre el nombrarse en la construcción de la identidad; así en algún momento, él dice: “Somos una familia a punto de ser borrada, me digo” (p. 56).

(Sin renegar de lo que he escrito, recuerdo ahora que se llama Daniel).

Mis notas señalan algunas detenciones en esos intertextos que he mencionado; por ejemplo en Benjamin: “Una en especial me llamó la atención: contra un fondo de librería de viejo una mano, creo que furtiva, deslizando las Iluminaciones de Benjamin dentro de un bolsillo” (p.31) o en el ¿Informe sobre ciegos? en: “Crucé la plaza, pasé frente a la iglesia redonda y vi en la penumbra del atrio a un mendigo que tocaba el violín: me pareció raro a esas horas, me acerqué a dejarle algo en el estuche abierto, junto al cual dormía un perro, y me di cuenta de que era ciego”. La recurrencia a Proust y la nota de Beckett “… porque Beckett habla mucho de la memoria de Proust, de la mala memoria de Proust, la única que permite de veras el recuerdo”. Como también es una recurrencia Nabokov, en este caso con Pale fire. O poder volver a pensar en mi querido Bioy cuando se detalla “una cama a medio hacer, infinitamente repetida en las hondísimas perspectivas de las tres fases de un espejo veneciano cuyo marco tiene pimpollos de rosa rojos y hojas verdes”, una cama a medio hacer que también es determinante en la escritura de la novela primera, la que la protagonista observa a través de la puerta entreabierta, así como Daniel observa la del cuarto de su madre. (La cama me conduce a Canon de alcoba). También me detuve en la mención a la película que refiere al cine negro Que Dios se lo pague o Que el cielo la juzgue; y reparé en las referencias por algunas ciudades por las que se mueve el protagonista, en especial las que corresponden a Buenos Aires.

He marcado estas líneas, casi sobre el final de la novela, que sintetizan mi extenso párrafo anterior de notas. Dice el protagonista:

Me quedo pensando en la extraña circulación de las citas, los préstamos y los plagios, para expresar la imposibilidad de decir el amor…

De decir el amor. Reconozco ese gesto (agradezco que Molloy lo haya puesto en palabras), que establezco con el escritor con el que estoy conversando, cuando lo cito, cuando busco entre en el entramado aquello que me ha conmovido o que logra reflejar la significancia del recorrido por su lectura.

Intentando saber un poco más, encuentro una breve reseña que aporta algunos datos que al leer comprendo se me han escapado:

La trama se convierte en una verdadera pesquisa, iniciada por el narrador, para conocer mejor a su familia, de la cual ha estado desconectado por años, y al mismo tiempo a varios personajes del grupo de escritores que se centraban alrededor de la revista SUR, y que su madre había conocido bien. El personaje de Samuel Valverde, basado en José Bianco, que fue director de esa revista durante muchos años, está tratado con gran ternura y empatía, y Jorge es un excelente retrato de Enrique Pezzoni. Charlotte personifica a la célebre fotógrafa Giselle Freund que fuera muy amiga de Victoria Ocampo; los reconocemos en esa mezcla de ficción y realidad tejida por Molloy. Se asemeja esta novela a los buenos cuadros del Renacimiento, donde las figuras principales están magníficamente representadas, junto con el paisaje que las rodea y los completa. Es ésta una de las características más importantes de la novela, porque le proporciona al texto una riqueza excepcional, aún más vasta y abarcadora.[3]

 

 

 

[1] Leído en soporte digital proporcionado por el sitio Scribd. Las referencias corresponden a esta edición

[2] Todos los libros leídos en el soporte digital del sitio Scribd.

[3] Haydu Susana para Yale University, https://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v09/haydu.html

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