Tatiana Țîbuleac, El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes

Me parece fascinante morir con los ojos llenos

 

Inicio la lectura en un tiempo personal de espera, de acompañamiento más precisamente. Horas de impasse, de permanecer, gracias a la compañía de un buen café para alejar cualquier zozobra por lo que está sucediendo en algún otro piso, más allá de mi control o voluntad. Horas de confiar, por lo tanto, en que todo saldrá bien mientras mis manos aferran, como a un cuerpo amado, el libro que me ha prestado una amiga muy querida. Estas líneas, que reflejan el particular momento, quedarían asentadas en el mismo texto si se tratara de un ejemplar propio; frente a la imposibilidad, escribo las palabras en una pequeña servilleta para no extraviarlas y poder volcarlas ahora en la crónica.

Antes de iniciar la lectura, advierto la inversión en el orden de las publicaciones de la escritora moldava-rumana Tatiana Țîbuleac. Primero he leído la novela posterior El jardín de vidrio (2018). En ese entonces, entre otras cosas, escribí;

El jardín de vidrio es una novela para no olvidar.

Fue construida con pequeños retazos (capítulos breves, algunos incluso no alcanzan a cubrir la página) como los pedazos de las botellas que Lastochka recogía con Tamara para sobrevivir (y hacer negocio). Vidrios de colores hundidos en la tierra para suplantar las flores que debieron estar (y faltaron) en su patio de la infancia. Vidrios que permitían, iluminados por el sol, tal vez colorear desde sus ojos tanta desolación.

Anterior a estos dos textos, Țîbuleac publicó un libro de relatos: Fábulas modernas en 2014, cinco historias sobre la migración que seguramente pronto abordaré.

Ingreso El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes a través de los recuerdos y los pensamientos del protagonista. Me sorprendo y también me pregunto sobre mi sorpresa de por qué esperaba que fuera una mujer quien narrara esta historia ¿quizás debido a la cercanía de la novela anterior de la misma autora?

Ya en la primera línea se establece el conflicto filial del protagonista: “Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años”.

Las narraciones que se sostienen en ese vínculo tan particular madre-hijo/a han provocado la escritura de infinidad de textos. El primero que llega a mi mesa ahora es el de Vivian Gornik, Apegos feroces, pero si decidiera ahondar la lista sería interminable. También el cine ha profundizado sobre el tema. Ayer, por ejemplo, finalicé una miniserie (tan solo seis episodios) Sigue respirando que, más allá de la historia, disímil con la novela de Tibuleac, desnuda en la trama la relación filial muy conflictiva de la protagonista con su madre, recuerdos que la muchacha va evocando a medida que intenta sobrevivir a un accidente aéreo, extraviada en un bosque en el norte de Canadá. La única salida que encuentra, y frente a todas las dificultades que se le van presentando, es seguir respirando (Keep breathing).

Seguir respirando es una insistencia también de mi escritura, el regreso al instante original cuando se produce la expulsión primera al momento de nacer, cuando ya nada nos sostiene y solo se trata de respirar por propia cuenta, por instinto de supervivencia; ese “involuntario” inhalar y exhalar que luego se acomodará a los latidos del corazón que nos alimentó (pienso en esa sonoridad similar entre breathing y breastfeeding) o tal vez no, y cómo ese compás o no-compás entre ambos cuerpos marca con tanta intensidad el modo en que luego andaremos respirando por el mundo.

La madre del protagonista de la novela –Aleksy, un niño-adolescente abandonado por ambos padres, que ha atravesado internaciones psiquiatras y parece casi destinado a no “sobrevivir”–, logra a partir de su propia enfermedad terminal “rescatar” lo que queda del vínculo. ¿Se puede? ¿Se consigue reparar la huella de la orfandad?

El niño-adolescente ya hombre, que ha sublimado en el arte (la pintura con la que alcanzará éxito y renombre) tanta desolación, aún sin librarse del todo de su pasado (y cierta locura), parece decir que sí; y es la escritura la herramienta que le permite no solo encontrar el modo de evocar sino el espacio donde consigue nombrar a su madre.

En esa deriva es esencial la detención de Aleksy en los ojos de su mamá. Los ojos que recuerda el hombre. Los ojos, y no la mirada, con su particular color verde. Como si solo en esa hondura del iris pudiera reconocer la huella perdida. Los ojos verdes de la madre devalados en ese verano que comparten juntos, me conducían de inmediato al verde de mi Diminuto.

Que no abra

del todo

ese punto verde

por donde

se cuela

tanta soledad.[1]

 

Durante esta travesía por Țîbuleac he sumado mis marcas –respetuosamente en un papel aparte (las servilletas del café)– a las que estableció mi amiga sobre el libro. En muchas coincidimos. Imagino que ella ha sentido la misma emoción y ternura que provoca el texto, como también el estremecimiento de la muerte que ronda desde el inicio, luego transmutada en una instancia de salvación.

Las palabras que le repite varias veces la madre a hijo, aún en su debilidad o fortalecida por esa misma condición: “Y que no tuviera miedo” (p. 89) siguieron resonando incluso luego de llegar al final de la novela.

No pude leer el texto sin pensar en mi propio vínculo, ese que fui (y fuimos si pienso con sentimiento de hermandad) madurando a partir de la enfermedad también sin vuelta atrás de mi madre. Desde esa instancia logré comprender entonces ese anhelo de Aleksy “¿Por qué no había empezado mi madre a morir antes? (p. 103).

El presente de Aleksy adulto también es trágico. Desde ese presente es que el hombre, como el narrador joven, evoca su ayer y ese verano en el que fijo para siempre el color de ojos de su madre.

Gran novela, premiada tanto en Moldavia como en Rumania, escrita por una escritora a la que, sin dudas, espero seguir leyendo.

 

[1] Otsubo, María Claudia, “Diminuto verde” en Diminuto verde, Ed. Vinciguerra, Bs.As.: 2018

 

 

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