DELPHINE DE VIGAN, parte 2

Un recorrido por Delphine de Vigan

 

Anoche me desvelé escribiendo el inicio de esta crónica. Esta mañana, ese texto extenso, casi perfecto en el imaginario de la duermevela, se esfumó.

Lo que sí recuerdo es la vivencia que produjo la lectura continuada de Delphine de Vigan, escritora francesa, contemporánea (1966) y prolífica, reconocida desde su primera novela, Días sin hambre (que estoy finalizando en breve), escrita con seudónimo y publicada en el 2001.

Lo que también recuerdo es haber conversado conmigo misma sobre esta posibilidad de acceder a las lecturas por obra y gracia de la tecnología. Recuerdo esgrimir –porque se trataba de eso la reciente noche de insomnio, de una exposición en la que exponía sobre mis modos de leer– que hubo un tiempo, no muy lejano, en el que, como tantas otras voces, me embanderaba en defensa de la primacía del libro en papel, por sobre toda otra materialidad o virtualidad, no lo sé definir. Hasta que la realidad de vivir varios meses en Imbassaí, me obligó a intentar leer a como fuera, como dicen los españoles. Y a partir de entonces, ya no reparé nunca más en esa diferencia.

Es indistinto el placer. Casi como un tic involuntario, cuando salgo de casa, tomo un libro y lo meto en la cartera para aprovechar le lectura en el viaje en colectivo o en el stop tan gratificante de un café. Con el mismo deleite, me ovillo con la tablet sobre las rodillas para continuar las líneas que me acerca algún sitio online. Y agradezco. Cómo no agradecer para quién goza de leer. Así como con la música, los libros dejan los estantes de las bibliotecas y llegan a mis manos, se vuelven fácilmente accesibles, caprichosamente accesibles, y como las elecciones musicales que tanto pueden recaer en cuestión de minutos sobre Martinho da Vila, en Brahams o en Satie.

Entonces leo y leo, generalmente en modo desordenado, compulsivamente, entrelazando distintos textos a la misma vez, hasta que un recorrido se impone sobre otros, que es imposible seguir todos los caminos a la misma vez.

Estos últimos días ese tránsito fue por de Vigan.

 

Las gratitudes

Comencé con Las gratitudes (Les Gratitudes, 2019), una novela muy breve, la penúltima de sus obras publicadas.

Su lectura me conmovió, tanto el estilo directo y actual como la temática. El resultado de esa lectura fue: Ella, con su acápite que disparó así toda la escena del poema: “Envejecer es aprender a perder”, o con esta nota que retuve para mascullarla por su crudeza:

Cuando me imagino vieja, realmente vieja, cuando intento proyectarme dentro de cuarenta o cincuenta años, lo que me resulta más doloroso, más insoportable, es la idea de que ya nadie me toque. La desaparición progresiva o repentina del contacto físico.

Quizás la necesidad ya no sea la misma, quizá el cuerpo se retraiga, se acurruque, se entumezca como durante un largo ayuno. O quizá, por el contrario, se queje de hambre, una queja muda, insoportable, que ya nadie quiere escuchar. (p.68)[1]

 

Las Lealtades

Luego, y ya inmersa en la lectura de su primera novela, Días de hambre, comprenderé aún más el significado del segundo párrafo citado. Volveré a lo mismo cuando acabe ese libro, en la próxima crónica.

Al finalizar Las gratitudes, curiosa, proseguí con Las Lealtades (Les loyautés, 2018)[2]. Construida de un modo similar (en realidad es en Las gratitudes donde se repite la estructura): los capítulos responden cada uno a un protagonista y llevan su nombre. Cada historia de los personajes conforma un entramado con el resto cuya temática gira en torno al abandono, el abuso y el desamparo infantil, encarnado en la figura de Théo. Una “historia desgarradora”, señala la reseña del libro. Y así se lee, casi sin espacio para respirar. Las historias se narran como crónicas o informes periodísticos muy bien escritos. Los desenlaces no me producen sorpresa justamente, porque como señala el título del libro, se trata de vínculos que no han logrado quebrar una tradición de lealtades enfermas o tóxicas, esas que le hacen decir a la protagonista; Helene: “Sé que los hijos protegen a los padres y que pacto de silencio los conduce a veces a la muerte”.(p. 107, Nota: no sé si falta un “ese” antes de “pacto” en la edición/traducción de Anagrama). De Vigan sabe de qué habla en este relato y aunque roza los lugares comunes, no cae en la tentación de sucumbir a ellos.

Creo descubrir una intextualidad (que no logro definir con qué autores, y que también es con mi propia escritura) cuando leo:

Porque en ningún lugar he leído que el Otroesedesonocido, el mismo con el que se vive, se duerme, se come, se hace el amor, el mismo con el que se cree estar de acuerdo, en sintonía, incluso en armonía, resulta ser un extraño que alberga los pensamiento más abyectos y dice cosas que te llenan de vergüenza. ¿Qué hacer cuando se descubre que esa parte del Otro que emerge de la nada parece haber sellado un pacto con el diablo? ¿Qué hacer cuando se comprende que el otro lado de la escena se hunde en un cenagal con efluvios a alcantarilla? (p.78).

 

Nada se opone a la noche

Solo cuando llegué a Nada se opone a la noche (Rien ne s’oppose à la nuit, 2011)[3], entendí cuánto había de la autora en los libros ya leídos.

Me enfrenté a una novela más extensa y escrita en primera persona; una suerte de autobiografía a partir del intento (siempre es un intento narrar la vida de otro) de escrbir sobre su madre que acaba de fallecer. Como señala de Vigan en el inicio, la empresa se le hizo difícil desde el inicio, pensando en cómo sumarse a esa extensa de lista de autores que ya han escrito sobre la madre. Por mi parte, enseguida evoqué Todo sobre mi madre, la película de Almodóvar, la novela de Vivian Gornik, Apegos feroces, o a Hélène Cixious, recluida junto a su madre mientras escribe Hipersueño. Entonces me pregunté si sería capaz de un proyecto semejante. Mi madre aparece una y otra vez en mi escritura y se hizo presente en los poemas, publicados en Respiración Involuntaria (2016), que le dediqué cuando partía. Para de Vigan esta escritura es una necesidad, un conjuro que le permita reconstruir lo qué sucedió, que es un poco pensar sobre ella misma.

La tarea que emprende para escribir la novela, el esfuerzo, las dudas, las idas y venidas, los miedos y las sombras que no la dejan dormir por la noche, todo queda registrado en el mismo texto. La primera persona es la voz que a su vez pone voz a todo el resto de la familia que ha contribuido con fotos, videos, cartas, conversaciones, y sobre todo, con sus propios recuerdos para recuperar la mujer que ha partido: Lucile. Una muerte con nombre propio: suicidio.

Como en los textos anteriores, es casi imposible dejar de lee una vez empezada la novela, por un lado, porque siempre es atrapante zambullirse en la vida de los otros, husmear por los rincones de una casa, ser testigo privilegiado de lo que cuentan los trapos tendidos al sol, que desnudan tanto las alegrías como las miserias familiares. Pero además porque de Vigan lo hace con maestría, quizás, por eso, ha sido tan celebrada.

Se propone narrar y lo hace sufriéndolo, pero sin dudas y también sin imposturas. Escribir sobre su madre ha sido escribir su propia historia, y ya transitó esa experiencia en su primer libro, Días de hambre, que devela el vínculo personal con la anorexia, aunque el pudor (no lo investigué aún) le llevo a publicarlo con seudónimo.

La crónica familiar de los Poirier (el apellido materno) es atrapante y evoca tantas novelas sobre el tema. Lo interesante es la inclusión que de Vigan hace de ella misma, su propio proceso de reconstrucción a medida que va armando las distintas piezas de la historia.

Hubo dos solos detenciones en mi lectura y que no se correspondieron a esa pausa de las líneas que me conmueven; si pudiera, se lo diría o lo conversaría con de Vigan. También es posible que las palabras sean otras en la versión original, no lo sé.

El primero fue en relación a leer “suicidio” (en pág. 127): “Presentarse en cualquier sitio con el pelo largo…equivalía a un suicidio social”. Le hubiera sugerido no desgastar esa palabra y usar otra imagen, sobre todo por la importancia de la misma en toda la novela, al punto, que a veces le cuesta a la protagonista escribirla, al punto de que de eso en la misma familia no se habla.

Lo mismo me sucedió con la palabra “muerto” (pág. 329) usada como adjetivo: “era como un tiempo muerto, un tiempo en suspenso…”. En el contexto de toda la novela, también habría evitado escribirla innecesariamente. Con tiempo en suspenso hubiera bastado.

Las otras detenciones fueron en los párrafos que me vincularon con la música –cuándo no–, en especial cuando de Vigan nombra a Charles Trenet. Mi memoria esquiva, tuvo que hacer un esfuerzo hasta por fin encontrar la asociación, porque había descubierto a Trenet durante la lectura de Vivir entre lenguas, el texto de Silvia Molloy. Entonces, luego de esa lectura, escribí: “Escucho a Charles Trenet mientras escribo, tal como lo hacía la narradora junto a su hermana mientras tomaban las clases de francés con Madame Suzanne”.

Reencontrarme con ese texto de Molloy, me permitió recordar lo escrito sobre la pérdida:

“’Perder’ una lengua es quedarse deslenguado”, señala justamente en “Pérdida”, relato que como en el libro anterior marcan el ritmo: la brevedad. La evocación no solo permite narrar también, reflexionar sobre sí misma, sobre su ser hoy. Ese ser/estar al que se ha referido tantas veces, sobre todo, siendo una escritora que, de algún modo, se ha visto obligada o no, pero así fue, a ser/estar en otras orillas y en otra lengua.

Y de perder es la cuestión en la novela de la autora francesa que inició esta escritura, donde la protagonista (recordemos que son tres) comienza a sufrir de afasia del lenguaje, primer sintoma de un camino para ella irreversible hacie el Alzheimer (y sobre eso también escribe Molloy en la novela dedicada a su amiga, Desarticulaciones).

Nada se opone a la noche recibió varios premios: Prix du Roman Fnac, el Prix Roman France Télévisions y el Prix Renaudot des Lycéens.

Ahora me encuentro leyendo Días de hambre, su primera novela y que ya he citado varias veces. Intentaré abordar luego No y yo (2007), que le valíó en el 2009 el Prix des libraires.

Eso conducirá a una segunda parte de esta crónica.

 

 

[1] Delphine de Vigan, Las gratitudes, Ed. Anagrama, Barcelona: 2021. Leido en plataforma SCRIBD

[2] Delphine de Vigan, Las lealtades, Ed. Anagrama, Barcelona: 2018. Ídem

[3] Delphine de Vigan, Nada se opone a la noche, Ed. Anagrama, Barcelona: 2012. Leído en SCRIBD

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