Después de agradecer, copa en alto, con la emoción del encuentro con la familia y amigos y, a la vez, con la tranquilidad refugiada en el orden y en los planes que de algún modo van organizando la vida, tomé el vuelo a Viña. Tres días por delante a «puro placer», como ella había escrito acompañando el saludo de cumpleaños.
Un viaje, la cita con el Pacífico, el hotel conocido custodiado por los recuerdos, el compañero, y aquellas cosas que creemos harán más felices los días de descanso.
Y de esos preliminares a esta reposera que balconea sobre el mar, en un casi atardecer soleado, ensayando el ejercicio de las palabras para poder contar.
Escribo en las hojas en blanco de un libro que las circunstancias me obligaron a comprar, en una nueva dirección fijada, si se quiere, por lo imprevisto.
Es que en ese lapso misterioso entre aquél tiempo ‒el del brindis‒ y este presente ‒frente al mar‒ se abrió una dimensión que, como un sueño, recreo una y otra vez agregándole detalles, extendiendo sensaciones, repartiendo entre la humillación y la bronca la nostalgia por lo irrecuperable.
Lo he escrito un rato antes, y casi de inmediato, al sentarme en esta terraza. Se hizo poema primero, como un prólogo necesario por ese estado de ánimo que me había dejado la pérdida, versos similares a aquellos que intentaron reemplazar con su melancolía otra libreta extraviada en otro viaje.
Más tarde surge este relato y, enseguida, casi como un disparador, las preguntas.
¿Qué es lo más duele, el haber sido despojada de algo que amaba o el recuerdo persistente de la experiencia del despojo?
Demoro, sin embargo, el tiempo de las respuestas para regresar al sitio en que me encuentro ahora, para empaparme del momento de la noche que ya anuncia, morosamente, la caída de la tarde.
Regreso a esta reposera que en los últimos minutos he ido moviendo apenas un poco para lograr retener la calidez del sol, sostenida en las páginas desnudas de palabras que antecede, en esta edición, los tres cuentos de Aira.
¿Dónde escuché hablar de él? ¿Quién pronunció su nombre recientemente?
¿Habrá guardado mi memoria ese momento y por eso, mis manos buscaron su encuentro en la librería de Viña?
Porque su lectura no pudo ser más oportuna y, con permiso César, pero lo que pasó fue que en cierto momento de la redacción, ésta se apoderó de mí como yo pensaba apoderarme de ella, y me condujo al campo de la literatura.
Levanto los ojos y sobre el Pacífico ya no es uno sino cinco los grandes barcos que han llegado a descansar su bravura en las cercanías de Valparaíso. Adormecidos, sin moverse casi, sus proas, babores y estribores gris acero irradian el reflejo luminoso de este cada vez más reducido sol que huye tras los cerros.
Por detrás de ellos, una extensa nube oscura se alza en el horizonte. La tarde-noche ha refrescado y, en este adorado silencio en que me envuelve el mar, sigo escribiendo; son varias las hojas que anteceden los cuentos de Aira, así que sin pudor me voy extendiendo.
Me preguntaba por el despojo o por esa sensación que nos queda entre las manos cuando algo se pierde para siempre; es solo más tarde que reparamos en aquellas otras cosas que también se han perdido. Entonces la memoria, obstinada, testaruda, se detiene en ese segundo, en los minutos, en el instante en que todo ha ocurrido. Lo que podía no haber sido y sucedió. La duda y el tiempo que quisiéramos se detenga y nos lleve otra vez a esa suspensión en que todo podría haberse sido evitado. (el peso del destino, como escribió Bioy).
Pero ese instante es como el ahora, único e irrepetible.
Ocurre y enseguida desaparece.
Es como esa ave que grazna en la piedra, la que al levantar los ojos luego de un leve parpadeo, ya no está.
O ese bote con su vela henchida que de pronto se pierde de vista en la bruma misteriosa del horizonte.
Así fue, digo, aunque la memoria puje por volver a cada detalle, agotada en la visión de la película, deteniendo avanzando y retrocediendo los cuadros para regresar al inicio y rodar la escena hasta el final, reclamando, como si eso fuera posible, las pocas cosas de ese algo que no quería dejar ir.
¿Qué más se ha perdido?
El ave ha regresado a la piedra y observa las grandes olas que por momentos parecen llevársela puesta. Desde esta terraza, desde esta reposera, su silueta negra oculta el pico largo y el cuello erguido. Solitaria en la piedra, las patitas, con insistencia de territorio, se adhieren al musgo oscuro de la roca. Para mi sorpresa, y como un remanso para mi tristeza, otra ave llega y enseguida se le enreda con ternura al cuello alto.
¿Qué saben ellas, las aves, de las pérdidas?
Busco mi poema.
Si de la vida
se trata
lo que lleva
la oscuridad
su cara, recuerdo brumoso
que me deja
esta tarde con
las manos vacías
Si de la vida
se trata
lo que me trae
la oscuridad
su alma, desazón del cuerpo
y esta intemperie
que se cobija frágil
en tan pocas palabras.
He pedido más hojas en el hotel porque no puedo seguir escribiendo sobre lo ya escrito por Aira, no se lo merece.
Las he pedido como regalo. Me pregunto si de algún modo, no ha sido ese el modo en que me planto para seguir escribiendo, pidiendo permisos. Tal vez no sea hoy la hora de pensarlo, pero la idea me ha perturbado.
Una posible aproximación, que quizás fue un presentimiento, a lo recién expresado: Virginia Woolf. Hoy es su cumpleaños, un sitio de internet me lo recuerda. Me da felicidad compartir con ella esto de la locura de Acuario. Tenía cincuenta nueve años cuando decidió cargar sus bolsillos con piedras y hundirse en el agua.
¿Qué habías perdido? quisiera preguntarle, y cuándo.
¿Qué melancolía tan profunda operó en tus manos, rozando cada piedra antes de partir? ¿Habrá sido con urgencia la preliminar tarea de urdir esa última trama en los bolsillos o, por el contrario, fue con lentitud, sopesando cada paso hacia el destino bajo el agua?
Como estos pensamientos, es ineludible que regresen la angustia y los recuerdos de la reciente experiencia. Me levanto entonces para mirar el mar; su compañía, su bravura, me dan el respiro que necesito.
Es la mañana, unos hombres, siluetas negras, bracean hacia una boya amarilla mar adentro. Lo hacen a ritmo sostenido, entre los patos y las aves que los sobrevuelan, las que cada tanto se lanzan hacia ellos confundidas en la búsqueda de alimento. Nadan hasta la boya, cientos de metros, con seguridad, concentrados, imagino, en el respirar pausado. En cada movimiento, un brazo se eleva rozando la pequeña cabeza; intuyo el leve giro de la mano desde el puño antes de hundirse nuevamente en el agua para arrastrar en un perfecto remo el impulse necesario para avanzar. Lo intuyo porque he nadado, no como ellos, pero lo hecho. Para ese ejercicio se requiere de voluntad, mucha voluntad. La misma que para escribir.
Al regresar a mis papeles, aquellos que he pedido casi pidiendo permiso, y luego de escribir sobre ellos -sobre los nadadores y el desafío en ese ir y venir desde la playa hacia la boya, me demoro en contemplar más allá, la inmensidad y la fuerza del agua. La percibo como un estado de Gracia. Cuando nos adentramos en el agua, evocamos el hechizo silencioso en el que éramos, flotando, nada más que lo original. Nuestro pequeño cuerpo se desarrollaba en ese mar calmo y tibio, ajenos a la conciencia de la luz y la oscuridad, el corazón latiendo al ritmo de otro, dependiendo de su fuerza y alimento para sobrevivir.
A ella, al agua, acudimos, fascinados por su misterio de profundidad. Qué goce más exquisito dejarse mecer cara al sol por el vaivén de las olas; observar el discurrir tumultuoso de un río horadando rocas, o sentarnos frente a un lago que en las alturas de los cerros atesora tanta imponente quietud.
A ella, al agua, acudieron Virginia y Alfonsina.
En ella se adentraron, caminando con paso firme hasta hundirse por completo, con la carga de la vida sobre los hombros, regresando, tal vez como en un bautismo, a ese amor único del ser original.
Por ella bracean esta mañana las siluetas negras y sobrevuelan los pájaros.
Universo de olas y sal, agua, en definitiva, agua donde aquietar el espíritu.
Al mediodía me han entregado unos formularios -de denuncia por el robo-. Los he firmado con el asombro de descubrir en ellos mi fotografía; también les he otorgado identidad mi huella dactilar.
Si confiesa ser su persona ‒confundo que dicen con amabilidad los responsables del trámite‒ se la compensará de este modo: Usted, María Claudia, gracias a estos papeles que ahora le otorgamos es nuevamente para nosotros una persona.
Luego hemos almorzado. Mi nombre, mi ser autenticado en los papeles, a salvo en el bolsillo de la chaqueta junto a los anteojos que, por suerte, se salvaron de la pérdida.
Los custodio con una mano que cada tanto no solo se asegura de que permanezcan a salvo, sino que, además, con una caricia imperceptible le brinda un poco de consuelo; identidad tan frágil, proclive a perderse o a ser hurtada.
Se va cerrando esta dimensión que liberó la pérdida. Aún abierta, duele e intranquiliza.
El sol refleja en mi cara todavía el desconcierto. Ante cualquier desajuste, late bravo mi corazón. Y apenas ha sido un infortunado momento.
Lamento este sentir.
El temor pronto se irá, lo sé. Deberé convivir con él hasta que se difuminen, como en una tormenta, las nubes oscuras.
Este modo de relato se fue construyendo desde el discurrir, por la observación que aportaron los ojos mientras la mano, asida con empeño a una lapicera, cubría los espacios en blanco, primero sobre las hojas que con tanta generosidad me ofrecía el libro Aira; luego, en estas otras que supe ganar con una sonrisa y un disculpas, en el hotel.
Este derrotero se volcará en la computadora. Las letras manuscritas serán reemplazadas por las titilantes que irán apareciendo en la pantalla.
Entonces daré paso a la corrección, sin remedio, unida al golpe de los dedos sobre el teclado. Y seré exigente con lo escrito, porque así sucede siempre.
Mientras tanto, transito. Me elevo como este avión que me regresa a casa, junto a Aira, junto a ellas, que también se acercaron para confortarme, para llegar a este punto en que, sin más, como las cosas que se han perdido, desaparezco.