DORMIR AL SOL – Adolfo Bioy Casares

(en tiempos de coronavirus)

A Silvina A.

Inicio y primera pausa

Buenos Aires, setiembre de 1973, primera edición: 8000 ejemplares de Dormir al sol. Dos meses después, mi madre compra el suyo. Lo firma, le pone fecha. Queda en su biblioteca hasta su muerte en el 2015 y permanece en la mía, sin leer, hasta ayer 20 de mayo de 2020.

Tenía en ese entonces catorce años.

Mis lecturas de esa época quedaron consignadas en un cuaderno Alcázar, 48 hojas: novelas de Agatha Christie, la saga de Maite… de Florencia de Arquer; la serie de Papelucho, de Marcela Paz; mucho Rafael Pérez y Pérez, Benito Galdós; Los cachorros de Vargas Llosa (que me dejaron muy impresionada); poesía de Alfonsina Storni; teatro de Alejandro Casona; varios cuentos de Chejov, Gógol, Mauppasant, Poe, Dickens, Chaucer mezclado con Poldy Bird; o insólitos como Michael Burst; solo para nombrar algunos. Según mi cuaderno, ese año, leí 54 textos, repartidos entre novelas o cuentos.

Esa fue mi biblioteca en el 73, alejada de la de mis padres que, por ejemplo, tenían en sus mesas de luz a Bioy Casares. Sin embargo —según testimonio del mismo cuaderno— tres años después, en 1976, leí Dormir al sol.

Entonces la pausa en lo que voy escribiendo para dejar lugar a la emoción. Porque es este mismo libro, y no otro, el que regresa a mis manos en un círculo mágico en el que no tiene lugar el paso del tiempo.

Cada lectura, apuntada en el registro del cuaderno Alcázar, tiene su costado una marca, una pequeña estrella que dibujaba si lo que había leído me había gustado mucho. Dormir al sol no tiene ninguna; en cambio, si la llevan Las otras puertas, de Abelardo Castillo o Todos los fuegos, el fuego, de Cortázar, por ejemplo. Además este es el único libro registrado de Bioy, por lo menos hasta finales de los años setenta cuando mis anotaciones finalizan, sin que puede recordar hoy cómo eso ocurrió.

La lectura actual, la de este presente, es por lo tanto casi como la de aquella primera vez. Salvo una débil reminiscencia del apellido del protagonista, Bordenave, no tengo mayores recuerdos. Como ese apellido también me remonta a una profesora del secundario, no estoy muy segura a cuál de los dos quedó aferrada mi memoria.

Voy avanzando con lentitud en esta reseña. Como diría Martín Irala, padre de Diana y suegro de Lucho Bordenave, aceptar que Vamos por partes.

Porque presiento que esta crónica se va escribiendo a su antojo, como las piezas de un rompecabezas que buscan su propio espacio dentro de la figura. Gobierna la memoria, y los recuerdos aparecen con total libertad durante este viaje que he iniciado en tiempos de coronavirus.

Creo entonces que, aun sin recordar del todo la lectura original, el acto repetitivo (aunque sea otro el andar por las líneas de la novela porque otros son los ojos que hoy las recorren) ha convocado imágenes que no alcanzo a precisar, casi como un trayecto a ciegas, que despiertan tantas emociones.

Por eso tal vez he escrito bajo la firma de mi madre, antes de iniciar la novela y sosteniendo el ritual de la marca personal en la primera página de un libro:

Querida mamá, tan admiradora de Bioy que, apenas el libro en circulación, te adueñaste de su lectura. (He escrito algo más, que reservo a mi intimidad).

Nueva pausa

 He hecho una nueva pausa en este viaje sin ataduras por la obra de Bioy. Sucedió cuando Roberto Ferro se asomó por la ventana de su casa y, al verme pasar, me gritó: si intuiste un vínculo entre Bioy y Cortázar (ver mi reseña en Historia prodigiosa), no dejes de leer Diario de un cuento, de don Julio”.

En ese momento solo pude leer el párrafo inicial que transcribo:

2 de febrero. 1982.

A veces, cuando me va ganando como una cosquilla de cuento, ese sigiloso y creciente emplazamiento que me acerca poco a poco y rezongando a esta Olympia Traveller de Luxe (de luxe no tiene nada la pobre, pero en cambio ha traveleado por los siete profundos mares azules aguantándose cuanto golpe directo o indirecto puede recibir una portátil metida en una valija entre pantalones, botellas de ron y libros), así a veces, cuando cae la noche y pongo una hoja en blanco en el rodillo y enciendo un Gitane y me trato de estúpido, (¿para qué un cuento, al fin y al cabo, por qué no abrir un libro de otro cuentista, o escuchar uno de mis discos?), pero a veces, cuando ya no puedo hacer otra cosa que empezar un cuento como quisiera empezar éste, justamente entonces me gustaría ser Adolfo Bioy Casares.

Luego sobrevino otro desvío en mi camino que detuvo la lectura.

Una pausa mayor, esas que nos dejan a la intemperie.

Una pérdida que me dejó casi sin fuerzas para seguir avanzando.

Por allá se me iba Cortázar sin poder remediarlo.

Pero me aguantó, él también estaba en un tiempo de despedidas y, de a poco, pude reconocer las piedritas que me fue tirando para encontrar la huella original del camino.

Entonces finalicé el cuento de JC a la par que iba haciendo marcas y anotaciones, y me nutría de otro texto (todo es doble y debe leerse como doble…).

Recién entonces regresar a Dormir al sol.

 

Leer

 

Para desesperarme, debo decirlo, desde el inicio con Lucho Bordenave. Quizás ese debiera ser el título de mi crónica. Quizás a esto se refería con tanta precisión Cortázar cuando escribe la palabra “desasimiento” para significar la distancia –que logra Bioy– entre algunos de sus personajes y el narrador.

La novela se divide en dos partes. La primera, más extensa, está escrita por Lucio Bordenave a un tercero, que confabula el destinatario-lector; alguien del que no se dice el nombre hasta las últimas páginas y del cual el protagonista está “distanciado” por una desavenencia que ya se confundía con el destino, que tampoco se devela. Y una segunda parte de apenas unas pocas hojas escrita por Félix Ramos (el destinatario de la primera), que se inicia, en diálogo con Bordenave: […] muchas veces a lo largo de la vida he soñado con la idea de recibir una noticia que altere mi destino.

El escenario de la novela corresponde a Parque Chas, barrio de la ciudad de Buenos Aires, que tiene la singularidad de tener un diseño circular, casi laberíntico. También la circunstancia de la casa de Bordenave está ubicada en un pasaje que puede ser leído como cul de sac, o sea un callejón sin salida.

Como señala Judith Podlubne, en un trabajo sobre Bioy Casares:

Esta visión del barrio como ámbito de pertenencia y a la vez como zona de reclusión de la que no se puede salir, a la que no se puede (o no se quiere) dejar de pertenecer, condensa el sentimiento de tensión y de ambigüedad que estos universos cerrados, incomunicados como las islas de sus primeras novelas, provocan en muchos de los personajes de Bioy Casares.[2]

 

Confieso que al inicio, tanto las reacciones de Bordenave, como el contexto que lo rodea, me resultaron algo anacrónicas. Cuarenta y siete años es demasiado tiempo (o nada, si lo pienso en función del recorrido de la memoria) para algunas cuestiones que tienen que ver con las costumbres o el ritmo de la ciudad. Pero esa primera impresión se fue deshaciendo a medida que avanzaba con la lectura, cuando lo fantástico le fue ganando a lo cotidiano.

Seguí el derrotero de Bordenave, como señalé, con desesperación por sus indecisiones, siempre en el límite entre la torpeza y la ignorancia, entre la desidia y la pereza; entre el valor de su opinión y la de los demás. No solo su mujer; Diana, se funde en la perra; también Bordenave frente a los hechos, privilegia, como el animal, echarse a dormir al sol, incapaz de resolver más nada. Y eso es lo que exaspera del personaje que se debate entre las sentencias de Ceferina (no pude dejar de asociarla con la abuela de Patoruzú), entre las de su suegro, Martín Irala; y el amigo, en principio más “entendido”, Aldini.

La mujer es otra vez un enigma para el protagonista: […] la vi perderse entre máscaras disfrazadas de animales, que incesantemente pasaban; y a ella se somete en todas sus versiones (Diana, Ceferina, su cuñada).

Me interesó la elección del nombre de la mujer, Diana, que remite a la diosa virgen de la caza para la mitología romana. También será un enigma la “otra”, la que regresa “cambiada” del manicomio: No sé cómo ni por qué me dio por preguntarme quién estaba mirándome desde los ojos de Diana. Solo la perra que lleva el mismo nombre de la mujer (un nombre que viene impuesto), será capaz de demostrarle amor incondicional y casi entenderlo.

Bordenave se dedica al oficio de relojero, aunque vaya abandonando el relato incluso esa tarea, a medida que avanza el relato, frente a la pregunta: ¿Para qué mirar de cerca detalles tan chicos?; reconociendo así, en definitiva, que es incapaz de hacerlo.

 

en el fin

Regreso al inicio de esta crónica.

¿Cómo medir el tiempo transcurrido entre aquella primera fecha en que el libro llegó a la biblioteca de mi madre y el hoy?

¿Por las ausencias?

En esta tarde en que escribo así parece ser. Las pérdidas se fueron enredando por la trama de la novela, desde el inicio al evocar la escritura de 1973 y después con la partida de Silvina.

El dibujo de la portada de Emecé son relojes, quizás se pensó en esa ilustración porque Lucho Bordenave es relojero. Lo interesante es qué Bioy elige ese oficio para su protagonista, que apenas logra “matar el tiempo” mientras su vida gira alrededor de su mujer, de su alejamiento y su pérdida.

Le contesta Bioy a Noemí Ulla:

Es de algún modo, el inescrupuloso aprovechamiento de todas las cosas de la vida que tiene el novelista. Algo nos ha llegado, nos ha dolido profundamente, y después lo aprovechamos para escribir, para tratar de escribir buenos libros y libros divertidos.[1]

En estos tiempos de desasosiego, mientras la ciudad se resiste al avance del invierno y se demora en un otoño inusualmente cálido y reconfortante, termino por fin la lectura. Entonces, con pereza, y con la ilusión de que al despertar algo cambie, me he echado a dormir al sol, con la inocencia absoluta, feliz y despreocupada de un perro.

 

 

[1] Ulla Noemí, óp. cit., pág. 84

[2] Podlubne Judith, “Fantasía, oralidad y humor en Adolfo Bioy Casares”, Biblioteca Virtual Miguel Cervantes”, www.cervantesvirtual.com/obra-visor/fantasia-oralidad-y-humor-en-adolfo-bioy-casares/html/038e8f7c-3ddc-4b05-9288-81f15e31e96b_4.html

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María Claudia Otsubo