LA INVENCIÓN DE MOREL – Adolfo Bioy Casares

(en tiempos de coronavirus)

 

Voy asomando la cabeza y respiro.

Dejo que el tibio sol de abril ilumine mi cara, luego abro las ventanas por completo y repito este acto, ahora voluntario de respirar.

Entonces puedo echar a circular el deseo dormido. Dejar a un costado las cuestiones domésticas y construir un nuevo refugio, no impuesto por el afuera, de absoluta libertad, para emprender mi viaje.

Creí que sería junto a Silvina Ocampo, en vista a la invitación para exponer en las Jornadas de Literatura que se llevarán a cabo en el MALBA en el próximo octubre.

Sin embargo, el 2020 me enfrenta a otros planes y, de pronto, me encuentro buscando en mi biblioteca La Invención de Morel.

¿Leí en realidad alguna vez, en profundidad, a Bioy Casares?, es la primera pregunta que formulo. Es la respuesta lo que me impulsa a pensar en aprovechar este tiempo de “detención” que tendré por delante para hacerlo.

La decisión es tan intensa que sobrevuela la primera desilusión: La Invención de Morel ya no está en su lugar, dentro de los estantes ordenados por mi toc de bibliotecaria frustrada.

Porque me he propuesto partir desde el inicio, desde esa primera novela publicada que lo consagra como escritor al ganar el Premio Municipal de Literatura de la Ciudad de Buenos Aires en 1940, aun cuando el resto del recorrido sigue siendo un misterio. Por un lado hay que empezar, es lo que pienso.

Las librerías cerradas, como toda la ciudad que parece haber quedado dormida, me conducen hacia la compra on line. Y en menos de veinticuatro horas llega el libro a mi casa.

Una edición usada de Emecé, con algunas marcas personales de un lector anterior.

Antes de comenzar la novela, dejo una anotación en la portada, repitiendo el ritual previo a la lectura de todo libro que inicio:

A quienquiera que me haya precedido en la travesía, mi complicidad de lectura.

 

Al citar mis propias palabras previas a la lectura me detengo, con asombro, en esta circunstancia de mi lectura sobre otra lectura ajena, tan en concordancia con la novela que iba a comenzar en ese instante. Asombro, definido como «extrañeza» para el diccionario, pero también como “susto” o “espanto”. Las distintas acepciones se confabulaban en mi dedicatoria por la conciencia de otros dedos deslizándose primero por estas mismas hojas, trazos de lápiz y una última anotación más extensa  al finalizar el libro,  que mencionaré luego.

Inicio pues la lectura del texto que Bioy publicó en 1940. Ese mismo año también se casa con Silvina Ocampo, una década mayor que él. O sea, intuyo, meses intensos en ese 1940, de creación y, presumo, también apasionados.

En algún lugar de mi memoria queda registro de la lectura primigenia, por lo tanto me lanzo a una relectura: un regreso a la isla desierta en el Caribe, territorio geográfico al que llega ese hombre que huye de la justicia, un fugitivo. La débil evocación me recuerda haber estado en la misma isla hace más de treinta años (¿o más?). Como el protagonista algunas imágenes (no todas, confieso, ya que mucho de lo que voy leyendo lo he olvidado por completo) vuelven a rodar ante mis ojos hasta asistir, por fin, al descubrimiento de la invención de Morel.

Me detengo en la palabra invención.

Invención o invento son dos sustantivos que refieren al mismo significado: ambos dicen sobre «la cosa inventada». Bioy Casares optó por el primero, y debo decir que lo celebro. La «invención» produce en mi imaginario la sensación de algo en movimiento, de proceso, de lo que aún debe elaborarse, como la trama de la novela que estoy leyendo y que va develando poco a poco lo que sucede.

La isla en la que se ha refugiado el prófugo presenta dos geografías: una zona de bajos, acosada por las mareas y, otra de un alto donde se encuentran las ruinas descriptas vagamente. ¿Se trata de un espléndido hotel en desuso? ¿Es posible en ese abandono la pervivencia de la inmensa biblioteca; deficiente, según señala el protagonista, ya que en ella no hay más que novelas, poesía, teatro…? o ¿se trata de un museo? En el mismo lugar hay una capilla y una pileta de natación inservible. La escenografía se asemeja, por momentos, al casco abandonado de un campo de la provincia de Buenos Aires.

El protagonista sin nombre, sin descripción, es un fugitivo. También es un hombre que toma notas. Y por ellas nos vamos enterando de lo que va sucediendo, así como de la aparición —al comienzo incierta, casi con si se tratara de un sueño— de ecos de pisadas y de una música que comienza a escucharse en un viejo fonógrafo: Té para dos, Tea for two, que luego, al momento de esta escritura, escucharé también eligiendo la versión de Doris Day: Oh can’t you see how happy we will be. (How happy we will be)[1]

Todos esos sucesos conforman un conjunto de extraños aconteceres, que irrumpen de pronto en la vida organizada con meticulosidad por el hombre para sobrevivir

 Ahora mi fortuna es distinguir las raíces comestibles. He llegado a ordenar la vida tan bien, que hago todos los trabajos y me queda, un rato para descansar. En esta amplitud me siento libre, feliz.

¡Increíble estar leyendo esas líneas en abril del 2020, cuando la rutina es un modo de sobrellevar el encierro forzoso por la pandemia!

Sensación que se acrecienta con lo que cuenta unos párrafos después:

Nuestros hábitos suponen una manera de suceder las cosas, una vaga coherencia del mundo. Ahora la realidad se me propone cambiada, irreal […].

 

En estos tiempos del refugio, de encierro en la isla que nos tocó vivir, el afuera se experimenta con incertidumbre y tristeza. Los vínculos amorosos se han transformado en imágenes, reemplazando besos y abrazos por el saludo virtual.

Mi mente se ha puesto en plan de resistencia, la música y la lectura son el mejor escudo para no perderme en el olvido y cada mañana, como el prófugo de la novela, establezco los rituales y contabilizo las mareas.

Mi espíritu se aferra a la historia de amor y a la esperanza del prófugo.

 

—“Pero esa mujer me ha dado esperanzas…”, que desplaza todas las demás necesidades incluso la de la propia soledad: “Entonces la vida es intolerable para mí. ¿Cómo seguiré en la tortura de vivir con Faustine y de tenerla tan lejos?—.

 

En la novela se sostiene con maestría el enigma y la sospecha, mientras  como una tragedia sucede la historia de amor.

Llego al final del relato ansiando lo mismo que propone el narrador: atrapar, aunque se trate de una ilusión, ese instante pleno de felicidad con el ser amado.

Sobre el último párrafo encuentro una nueva marca de lectura previa.

La firma ¿Cheli? (no logro descifrar la escritura del nombre) el 28 de abril de 1995. Me he propuesto la cita de su escritura sobre las últimas líneas de la novela.

Escribió Bioy:

Al hombre que, basándose en este informe, invente una máquina capaz de reunir las presencias disgregadas, haré una súplica. Búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine. Será un acto piadoso.

Escribió Cheli:

Bioy sos un pichi. Aunque primero en la lista, Retrato Oval de Poe, después nació Morel. Cheli faltó a la Facu y se lo comió de un saque.

Escribió Jorge Luis Borges en el prólogo al libro, redactado en 1940:

He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído, no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta.

 

 

 

[1] https://www.youtube.com/watch?v=y0zc7x434Aw

 

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María Claudia Otsubo