Crónica 6 – BEATRIZ GUIDO
Soledad y el Incendiario (1982)
I
Regreso a Beatriz Guido, luego de una pausa que tomé después de leer y escribir sobre El incendio y las vísperas. Quería finalizar Personas decentes, de Leonardo Padura, que había comenzado a leer en paralelo, y disfrutar de mi regalo de cumpleaños, El manto, de Marcela Serrano –sumando en la deriva a C.S. Lewis y su libro Una pena observada–. El intermezzo se alargó con la llegada a mis manos de una novela, aún inédita, que me atrapó desde las primeras líneas hasta el final.
Todas estas lecturas, sumado al placer que me provocaron, compensaron, de alguna manera, la frustración ante el impedimento de continuar la publicación cronológica de las obras de Guido: no tengo acceso a sus libros desde Imbassaí porque, como ya experimenté con otra escritora, también argentina, los mismos no se consiguen online.
La pausa, sin embargo, obedecía además a otra razón: no me había gustado esa última novela de Beatriz Guido y me costaba seguir leyéndola.
Ya escribí sobre este texto en una crónica anterior; rescato solo algunas líneas para no enquistarme en el asunto y poder seguir adelante:
Creo, y no exagero, que desde las primeras páginas me sentí en la obligación de finalizarla, pero con desilusión.
Intento, para escribir esta crónica, no indagar en otras reseñas ni críticas sobre la obra para reflejar lo que le ocurrió a la lectora, que soy yo, con la novela.
Quizás, pienso hoy, exactamente sesenta años después de su publicación, la mirada sobre ella está teñida, inevitablemente, de lo ocurrido en esos años en nuestro país, en su historia que es mi misma historia. Como ya he comentado para los libros anteriores, Beatriz Guido traza su entramado a partir de acontecimientos o referencias contemporaneos a su escritura. El resultado es por momentos, entonces, una pintura realista. Las menciones en su texto pueden rastrearse, ya sean ubicaciones, casas, personajes, sucesos.
En El incendio y las vísperas no hay lugar a las dudas. Lo que se narra no se insinúa o permite sobreentendidos: las cosas por su nombre y la postura política de la autora al descubierto. La trama me conducía a posturas extremas y, aunque los buenos de la película tampoco se presentaran como tan buenos, sino como personajes en franca decadencia, eso, aventuro, confabulaba para que se me hiciera cuesta arriba continuar la lectura.
Por lo tanto, precisé apartarme del itinerario, dejar que mis pies anduviesen por otros recorridos y establecer, así en la distancia, la perspectiva necesaria para poder regresar. No tengo ningún compromiso establecido con Beatriz Guido, me enfrento a esta tarea por decisión o elección propia. Pero soy porfiada y no me gusta abandonar lo ya iniciado, aunque eso finalmente, no le importe a nadie. Entonces regreso.
Regreso con el gesto conque se busca la compañía del amigo; seguramente alguna vez yo también no estuve a la altura o haya frustrado alguna expectativa.
Regreso como si lo hiciera a una ciudad ya visitada con el pie izquierdo, para afirmar sobre sus calles también el derecho y darle una nueva oportunidad. Porque algunos escritores no defraudan nunca, pertenecen a la estantería privilegiada de las bibliotecas; pero otros van y vienen, como yo, intentándolo.
II
Viajé a Brasil con los únicos tres libros que tenía de Beatriz Guido: La caída, Soledad y el Incendiario y La mano en la trampa.
Los tres, pequeñitos, leves, casi no ocuparon lugar en la valija.
Después, ya aquí en Imbassaí, aguardaron con paciencia casi ocultos en su delgada pequeñez, ubicándose entre los que habitan esta casa enfrentando estoicos el avance del salitre, que va arqueando con impunidad las tapas y despintando el blanco de las hojas. La maresía no puede, no obstante, con la letra negra que resiste la embestida sin abandonar el horizonte de las líneas.
De ese estante recuperé Soledad y el incendiario, publicado en 1982, con el impulso que provocaba retomar el viaje con la autora elegida, ya olvidado todo intento de continuidad cronológico.
Beatriz Guido promediaba en esos entonces los sesenta años. Compañera de Torres Nilson desde 1951, escritora reconocida, se había convertido además en guionista –más de veinte trabajos publicados en el género, más de la mitad sobre sus propios textos– de las películas que filmaba el destacado director de cine argentino. Más adelante –discurro ahora, me propongo para un después– merecerá una detención obligada pensar en Beatriz Guido como una escritora-guionista de sus propios textos. La escritora convertida en lectora de sí misma por excelencia.
Luego de la publicación de Soledad y el Incendiario, Guido recibe, en 1984, el Diploma al Mérito en novela, otorgado por la Fundación Konex. Cuatro años después fallece en España, país donde residía desde 1983 como agregada cultural de la embajada argentina en ese país..
III
Soledad y el incendiario
No recuerdo desde cuándo y cómo llegó a mi biblioteca Soledad y el Incendiario. No lleva ninguna firma de mi madre, por lo tanto, no sé si proviene de su biblioteca. Tampoco conserva alguna marca mía, las que suelo asentar al comenzar la lectura de un libro.
La edición, a cargo de la editorial Abril, forma parte de una colección “Los libros de Claudia”. No logro rastrear otros títulos ni algún dato de esa colección en la red. En algún momento llego a imaginar que la misma formaba parte de una tirada de la revista tocaya, de importante difusión en los años sesenta. Evoco ahora la empatía que me provocó la preposición “de” antepuesto a mi nombre, la linea resaltada en rojo como los demás títulos de la tapa.
El volumen que tengo en mis manos es de 1982. Busco las imágenes del libro, no encuentro otras que esta misma, que es parte de una tirada de 76.700 ejemplares (curiosa cifra), de junio de 1982.
Es una edición sencilla, similar a una de bolsillo, encolada, de tapa blanda.
El texto incluye algunos dibujos en la tercera parte. La ilustración corresponde a Elena Torres. No estoy segura si es la misma diseñadora nacida en 1947, en Mataderos, que se desatacará como diseñadora de libros infantiles. En la red hay muy poco sobre ella (hay otras dibujantes con su mismo nombre).
La trama de la novela se divide en tres partes. En la primera, la voz corresponde a Marcos “Mi nombre es Marcos”; la segunda, a Soledad “Mi nombre es Soledad”; la tercera “Simplemente dormida”, es el título de la fotonovela que escribe Soledad para entretener a su madrina, cuasi incapacita por obesidad.
Marcos, su madre (la madrina) y Soledad viven los tres juntos en una casa en Rosario, emplazada frente al Monumento a la Bandera. Al respecto dice Marcos, en la primera página, no bien comenzamos a escuchar su voz.
Recapacitemos: el cine es un mal inevitable, sujeto a una censura férrea de hombres probos y honestos, que sólo desean el bien de la humanidad, y su progreso. Aunque desgraciadamente, en esta ciudad del anticristo, liberales y demócratas, como ése Lisandro de la Torre, y también ese otro loco que nos hizo el Monumento a la Patria y nos quitó la vista del Paraná (p.5).
Es imposible no pensar en la autora escribiendo con ironía esas líneas iniciales.
En relación con los personajes, aunque con menor encasillamiento, algunas descripciones aún previenen las acciones posteriores. La trama se construye sobre dos voces, la de Marcos y Soledad. El otro personaje, la Madrina, que me recordó por momentos a la mujer enferma y encerrada en su dormitorio de La caída, no tiene voz. De ella sabemos que lo único que hace es comer y engordar: “No puede hacer otra cosa que comer. Nada más que comer. No podrá vivir mucho tiempo, me parece”, le señala Soledad a Martín, el único nombre externo a la casa, el repartidor de helados, con quien Soledad huirá luego del incendio.
El capitulo más extenso es el tercero, que lleva el título de la novela “Simplemente dormida” que Soledad va escribiendo para entretener a su “madrina” en un formato de fotonovela.
La relación de la fotonovela con el cine es estrecha. El uso de fotografías montadas sobre un guion para seguir la historia, considero que debe haberle resultado muy atractivo a Beatriz Guido, que para la fecha de la publicación de la novela ya se ha consagrado como guionista. No es casual, entonces, que le dedique ese espacio en la novela, insertando el formato que, sin dudas, es considerado popular. La misma editorial Abril, a la que ya me he referido y donde Guido publica la novela, le da lugar al fotógrafo Marcos Zimmerman para que publique sus trabajos en la Argentina, donde la fotonovela era muy leída.[1]. La historia que va creando Soledad se superpone con su propia historia y con la compleja relación que tiene con Marcos y la Madrina; como también se intercala con la decisión de huir luego del incendio; dos tramas que se entretejen, dos mujeres, la que narra y la que es narrada, Soledad va imaginando la tela de araña en la que está atrapada su protagonista, como también le ocurre a ella en ese vínculo enfermizo con los otros dos habitantes de la casa. hasta el final cuando decide y consigue escapar.
No hay nada que develar en lo que narra la voz Soledad. No estamos ante un policial, ella no establecerá otro punto de vista sobre el incendio, desde el inicio eso es develado para el lector. Lo que se narra es su silencio y lo que elige, irse, aunque con cargo de conciencia por no delatar lo que ocurrió. Soledad elegirá ser cómplice para poder vivir y solo lo conseguirá alejándose de Marcos y la madrina, para siempre.
Casi veinte años después, el incendio reaparece en un nuevo título de novela; un nuevo binomio, el primero, sustantivo, ahora como sustitución de un nombre, el responsable del siniestro, Marcos. En ambos casos, Guido expone –e iguala– el fanatismo de quienes toman esa decisión: el del grupo político que quema el Jockey Club en 1953 y el de Marcos que hace arder el prostíbulo, que tanto lo perturba enfrente de su casa (evoco el cuento de Calvino “El incendio de la casa abominable”, pero solo por lo que ese adjetivo significa para Marcos, el cuento tiene otra deriva que me aleja de esta crónica).
Incendiar es hacer desaparecer lo que molesta o perturba. “Que ardan en el infierno”, pienso.
En el caso de Marcos, además, quemar es la única posibilidad de no ceder a la propia lujuria, que como la gula, lo va convirtiendo en un ser monstruoso. El incendio es esa “pasión vehemente e impetuosa, como el amor, la ira, etc., que agita violentamente el ánimo” (según refiere el diccionario en una segunda acepción).
La otra parte del binomio, en el titulo de la novela, es Soledad, una muchacha que, como en textos anteriores de Guido se ve asediada por el ambiente que la rodea: la casa y sus moradores. Como las otras protagonistas, Soledad es creativa y escribe –narra y es narrada–; como las demás, por fin, debe huir, la única opción para liberarse.
Soledad y el incendiario es una novela breve, pero intensa y novedosa.
La he disfrutado.
Puedo decir, entonces, que valió la pena haber pegado la vuelta, haber regresado.
[1] Reiss Dora, “La Fotonovela”, https://arteyfotografia.org/la-fotonovela/